Artículo

Leyendas del Playground (XXXII)

Si las calles de Nueva York fueron fuente inagotable de jugadores de basket en la calle, no podemos olvidar algunos de los nombres que surgieron en la cercana Philadelphia. Entre todos ellos, destaca la figura de Earl ‘The Pearl’ Monroe, conocido como el Jesucristo Negro por la adoración que todos sentían por él. Fue el jugador más importante y legendario gracias a su magnífica calidad que le llevó a triunfar en la NBA. Además, otros nombres olvidados como Lewis Loyd y Gene Banks

Earl Monroe se convirtió en todo un ídolo de la comunidad negra de Philadelphia
© Earl Monroe se convirtió en todo un ídolo de la comunidad negra de Philadelphia
  

Situémonos en una espléndida tarde de verano de 1966 en Harlem. Poco después de las seis, cuando ya no cabía un alfiler en el parque y alrededores de la 129, llegaron dos autobuses repletos de fans que venían de Philadelphia y que nada más bajar coreaban en grito:

“Where’s Jesus?”
“Black Jesus!”
“Where’s Jesus?”
“We want to see him!”


Los nativos de Harlem no entendían nada de lo que decían aquellos tipos ni tampoco las inscripciones en las camisetas y muchas otras pintadas en los rostros y en decenas de carteles que destacaban por encima de aquella marabunta de “black heads”. Todas rezaban lo mismo: “BLACK JESUS”. Al poco de formarse las dos escuadras en duelo, la una de Harlem la otra de Philadelphia, un joven negro ataviado con una camiseta rota, unos cortos ridículos, una zapatilla baja de color blanco y otra alta de color negro, hizo acto de presencia en la pista con una serenidad majestuosa que contrastaba muchísimo con la locura que su aparición terminó desatando. Todo aquel jaleo delataba su identidad: aquel extraño debía de ser el famoso Black Jesus. “I supposed to be some kind of star. I’d never heard of him”. El partido comenzó y el tipo concentró aprisa la atención de todos los presentes. Su forma de jugar no era normal (recordemos: año 1966). A ojos de los presentes semejaba una danza nativa de otra tribu no muy lejana: “He started spinning with the ball –a herky-jerky, stop-and-go challenge in his own defensive end”. Aquel tipo parecía bailar con el balón, mover los pies en direcciones absurdas y dar al defensor la espalda y la cara sin sentido aparente. Uno de los bases del equipo local, un tanto mosqueado por lo que ya parecía un vacile, fue a por él con más saña que honrada defensa cuando “…we didn’t believe it as we saw it, this motherfucker with his own cheering section jumped into the air, did a 360 and, while he was spinning fired an overhand, full-court, topspin pass that bounced at the top of the key and, rising, caught his man in stride on the dead run for an easy lay-up”. Con eso bastó. En aquel preciso instante todo el público, fuera de donde fuese, hizo piña en torno al extranjero. “Black Jesus! I saw him! I saw him!”. Ya no cabía ninguna duda de que aquel tipo, por alguna extraña razón, parecía de verdad un Maestro. “Black Jesus. Turns out he was… Earl Monroe”.

En esos grandilocuentes términos relataba la escena Kareem Abdul-Jabbar, integrante entonces del equipo local, en la primera de sus biografías (GIANT STEPS, Peter Knobler, Bantam, 1983). Y es que no es posible elaborar ninguna antología del Playground sin hacer referencia a Earl ‘The Pearl’ Monroe, el jugador más importante y legendario que han dado las calles de Philadelphia a lo largo de su historia. Excluimos su monográfico de la serie porque el brillo de su biografía deportiva excede con creces ese oscuro universo marginal del asfalto que hemos ido retratando en cada entrega. Entre tanta miseria y fracaso, el suyo es un resplandor inmaculado, un caso único además en alternar a pleno pulmón el profesionalismo y la calle, la NBA y la Philly’s Baker League, hermana de la Rucker neoyorquina en la cercana Philadelphia. En los años setenta aquel torneo sólo llegó a tener sentido por la presencia de Monroe y fue tal la adoración hacia él por parte de las comunidades negras más desfavorecidas de la ciudad que llegó a ser conocido por todos como el Jesucristo Negro y tratado como tal. Y en verdad que lo parecía incluso físicamente: negro delgado de gesto sereno, afro moderado, barba solidaria y una dentadura a cada nueva y sincera sonrisa más encantadora y cordial. De ahí que para reforzar la devoción de la urbe negra hacia algunos dioses del asfalto, el documental elaborado por la NBA con motivo de su 50 aniversario, escogiera a Monroe como figura principal de aquella edad dorada, poniendo voz a la sucesión de imágenes –maravillosas- nada menos que Spike Lee, un devoto racial del carnaval urbano de los aros. Bastaba echar un vistazo a las gradas del pabellón en la Baker League, dominadas por reacciones extáticas a cada acción del Cristo negro, para comprobarlo. A decir verdad, la comunión entre Monroe y sus feligreses alcanzó momentos emocionales nunca repetidos.

Probablemente no se pueda entender mejor la docencia técnica que para muchos supuso jugar en las calles como en el caso de Monroe. Y eso que el basket no fue lo primero. Lo primero fue curiosamente el fútbol (soccer), al que dedicó buena parte de su infancia, y lo siguiente cazarle el baloncesto a los 14 años con un brutal estirón hasta el 1.90. Un vistazo a su increíble progresión anotadora en Winston Salem hasta conducir a los Rams al título de la División habla por sí sola: 7.1 - 23.2 - 29.8 – 41.5. Sin parangón en la historia del Baloncesto universitario ni en la libre escolarización del juego que en la práctica fue la calle. Tampoco se puede comprender la biografía del astro sin atender a la mayor y más fantástica de sus virtudes: la creación individual de juego, la ampliación estética de movimientos improvisados en un yacimiento inagotable y completamente nuevo. Jugando, Monroe se deslizaba suavemente por la pista con tal elegancia que parecía ralentizar el tiempo a su gusto. En aquel especial de la SLAM, Russ Bengtson abreviaba demasiado el motivo por el que en el instituto lo refiriesen como “Thomas Edison”. El prospecto biográfico en el Hall of Fame lo ampliaba diciendo: “His high school teammates at John Bartram HS called him ‘Thomas Edison’ because of the many moves he invented while playing hour upon hour on the rough-and-tumble Philadelphia playgrounds”. Y más adelante sigue: “Monroe podía orquestar todo un baile en una pista de juego”. ¿Cómo? “… twisting, spinning, faking, double-pumping and spin-dribbling moves”. Un racimo desatado de impulsos reflejos en el manejo de balón, una respuesta deportiva del colorido libertario que dominaba la época, como una pulsión artística más o auténtico art nouveau de origen suburbano. Bengtson, sin embargo, sí apunta el origen del sobrenombre ‘Black Jesus’ “because he always performing miracles”. En el perfil de Monroe son numerosas las referencias religiosas, como si fuera un sacerdote de aquel estilo de vida (el Baloncesto como vía de escape o paraíso acá) cuya liturgia del juego proporcionaba trascendencia a sus seguidores. “His trickly game was born from the streets. (…) Earl Monroe was the Truth”.

A todo ello contribuyó también su semblante humilde y cordial, pese a declarar una vez al Philadelphia Bulletin que no creía que pudiera ser detenido por nadie. “El secreto reside en que yo nunca sé qué es lo que voy a hacer con el balón, y si yo no lo sé, estoy seguro de que quien me defienda tampoco”. Su propio compañero en los Bullets, Ray Scott, vino a arropar esa creencia al afirmar que ni siquiera “Dios podría echar un one-on-one contra él”. En la serie de entrevistas que realizó la NBA en 1996 al Top 50 Monroe se definió de forma breve y sencilla: “I had to develop flukey-duke shots, what we call la-la, hesitating in the air as long as possible before shooting”. Muchos aseguraron, entre ellos Spencer Haywood, que Monroe volvía loco a sus defensores porque nunca repetía una sola acción. No era técnicamente previsible.

Al llegar a la NBA fue apodado “The Pearl” porque de tan rara y única su figura, parecía una auténtica “perla negra”. Como ni siquiera el profesionalismo modificó un ápice su estilo de juego (“…but never, ever lost that playground edge”, Bengtson) su compañero en los Knicks, el senador Bill Bradley, declaró su asombro al New York Post calificándole como “the ultimate playground player”. La libertad de la calle era algo que llevaba en las venas y como nada ni nadie se interpusieron en su camino –como en tantos otros casos- el Baloncesto lo condujo a su debido lugar. Junto a Julius Erving he aquí a otro rey anfibio del asfalto y el parqué más brillante. Puede que ningunas palabras lo definan mejor que aquellas Abdul-Jabbar le dedica en su primera biografía: un jugador, decía, “with the bizarre sense of style played some basketball I had never seen”. Buena parte del baloncesto moderno debe muchísimo a aquella joya del libertarismo técnico y estético llamada Earl Monroe.

Con Philadelphia como escenario tampoco podemos pasar por alto dos figuras sumamente olvidadas:

Lewis Lloyd

‘Black Magic’ fue una máquina anotadora que dominó las calles de Philadelphia en los últimos setenta. “Todo él era suave, de juego muy fluido. Era imparable porque podía anotar de muchas maneras distintas”, decía uno de sus mejores rivales, Gene Banks. “Tenía un gran ‘finger roll’ y una suspensión hermosa, y siempre buscaba la posibilidad de hacer el mate sobre ti. En defensa, simplemente, te aburría”. En Iowa Drake University promedió 28 puntos y 12 rebotes entre 1979 y 1981 y fue nombrado dos veces Missouri Valley Conference Player of the Year. Pero daba igual: la calle estaba maldita y cayó hasta el número 76 de la 4ª ronda Golden State. Después de seis sólidos años (81-87) en la NBA –promedió 16.9 en las Finales de 1986- fue castigado dos campañas por incumplir la normativa antidroga. Se largó a la USBL donde promedió con los Phila Aces 30.8 antes de cumplir simbólicamente con su regreso a la NBA (21 partidos con Phila y Houston en la 89-90) para demostrar que estaba rehabilitado. Hoy día, a sus 45 años, aún se le puede ver en las calles de la West Philly disputando dignamente torneos de verano.

Gene Banks

También imprescindible en la Philadelphia de los años setenta. “Mi juego era en una palabra: completo. Podía hacer de todo: driblar, rebotear, volar, tirar, defender, pasar y ayudar a mis compañeros a ser mejores”. Formó pareja con Eggy Tillman y Darryl ‘City Lights’ Warrick para liderar a la West Philly HS a tres títulos consecutivos de la ciudad entre 1975 y 1977. Ese último año fueron campeones de toda la nación. Aquel trío se hizo mítico en la ciudad y el verano del 77 dominaron a su gusto la Sonny Hill y la Philly’s Baker League, con permiso precisamente de Monroe. En 1978 el excelente rendimiento de Banks y Gminski condujo a Duke a disputar la final de la NCAA contra la poderosa Kentucky. Por encima de su perfil técnico, Banks destacó siempre por ser un tipo generoso y como nunca fue la estrella ni en San Antonio (81-85) ni en Chicago (85-87), cuando Jordan anotó el punto número 63 en el Boston Garden el 20 de abril del 86, celebró en el banquillo la gesta como ningún otro compañero porque ya veterano se recordaba a sí mismo en sus lejanos años de calle.