"Hoy, después de la misa de las 11h, habrá una exhibición del deporte del futuro llamado baloncesto"
Años 50, Barcelona. Barrio de Guinardó, telón de fondo de la literatura de Juan Marsé. Allí, en el tablón de las Juventudes Católicas de la parroquia de la Madre de Dios de Montserrat, un modesto anuncio invitaba a los más escépticos a descubrir sin prejuicios ese deporte que, en una época en la que ni siquiera había aún Liga Nacional, muchos vaticinaron que no calaría en un país como España, que en tiempos de posguerra solo parecía creer en el fútbol y en los toros.
Como aquel que tiene un tesoro y necesita compartirlo, el joven Eduardo Portela había organizado un encuentro informal, promocionándolo en la parroquia, para demostrar que esa extraña "americanada" tenía alicientes para cautivar a generaciones enteras de la forma más fluida y natural. Al fin y al cabo, él mismo se había enamorado del baloncesto casi sin darse cuenta.
Nacido en 1934 y atleta en su niñez, Eduardo se despertaba a horas intempestivas para entrenar como velocista en Montjuïc, de seis a ocho de la mañana para llegar a tiempo al colegio. La influencia de sus amigos, más atraídos por el balón y el aro que por los sprints y las carreras, le empujó a darle una oportunidad a un basket que ya nunca saldría de su vida.
Base de cuerpo y alma, en los informales partidillos Portela no desentonaba, pero a sus colegas les llamaba más la atención sus avanzadas ideas sobre ese deporte tan novedoso que su calidad con el balón en las manos, que no pasaba de aceptable. Una (¿inoportuna?) lesión de espalda, prolongada durante más de medio año, hizo el resto. Sus amigos aprovecharon la ocasión para montar un nuevo equipo y ofrecerle a él ser su entrenador. No se pudo negar. En muy poco tiempo, el basket le había dado algo mucho más placentero que ese carrusel de campos de tierra, partidos con tanteos de un solo dígito y bocadillos duros para el camino. Su regalo se llamaba María.
Lo más grande, lo más bonito lo más duradero. La futura leyenda, el amor de una vida. En esos años en los que las parroquias hacían de centros sociales y de motor de la actividad deportiva en los lugares más humildes, una de ellas les unió a través del baloncesto. El flechazo fue inmediato. María Planas, valiente al jugar de adolescente desafiando el machismo de la época -le llegaron a decir que lo suyo era inmoral- tenía un sueño que cumplió después de casarse con Eduardo.
En esos años, al pasar por altar, una mujer se retiraba de cualquier labor profesional que pudiera ejercer. Incluso ella dejó su puesta de administrativa, antes de que Portela le empujase a volcarse en la más feliz de sus obsesiones. Juntos fundaron la Penya Esportiva Montserrat (PEM), una asociación de barrio en la que Eduardo hacía de entrenador y preparador físico. "Y casi casi de botones", solía decir, con la sonrisa del que solo respira orgullo. A ese equipo María Planas, con Rosa Castillo al frente, lo acabaría subiendo a la máxima categoría del baloncesto femenino y dejándolo sexto en Primera Nacional.
Un golpe de suerte, un privilegio, aquel de compartir una vida con alguien que siente ese mismo pellizco por idéntica pasión. Largas charlas sobre baloncesto, sobre táctica, sobre conceptos básicos y conceptos por descubrir. Críticas y consejos también, claro, con la única regla de no inferir jamás uno en la labor del otro. Y es que a Eduardo, una vez sacado el título nacional a sus 24 años, tampoco le marchaban mal las cosas con la pizarra en la mano. Definitivamente, su formación como economista pesaba menos que sus ansias por crecer y hacer crecer en el deporte de la canasta. De Collblanc al UE Montgat, cuatro añitos (61-65) en los que sentirse preparado para cotas mayores.
El Barça llamó a su puerta. No el Barça actual, para qué mentir, ni siquiera aquel que había ganado en el 59 la tercera edición de la recién creada Liga Nacional. Desde entonces había ocurrido de todo. La disolución de la sección, el renacimiento, la recuperación y el ascenso, la nueva caída. Un sinfín de dificultades y penurias económicas, con los directivos poniendo dinero de su bolsillo. Y su granito de arena para que en los setenta el viento soplara a favor, llevando al cuadro blaugrana a la máxima categoría. Supuso el mejor recuerdo de una etapa que le dejó sin energías, pidiendo a gritos un respiro.
Un par de campañas alejado de los banquillos, refugiándose en tareas de profesor de técnica individual en los cursos regionales de entrenador, y un regreso a la primera plana en el 71, de la mano del Sant Josep Irpen de Badalona. Allí, lo que era un club de amigos con un hobby en común, acabó en un ascenso a lo grande a la élite, obligando a la construcción de un nuevo pabellón y a reforzar los cimientos de un club verdaderamente con tanta humildad como pocos complejos.
"Un entrenador aprende de los buenos jugadores", perjuraba cada vez que se lucía su estrella, el norteamericano Charles Thomas. No fue el único nombre mítico del centro. Los Cifré, Beneito, Badet y compañía mantuvieron la categoría, antes de la llegada de ilustres como Farelo, Monsalve o Jordi Vila, a los que siempre trataba de usted.
Su defensa 'box and one' que nadie sabía atacar hizo aún menos ruido que la anécdota del banquillo volador, el día que le quitó una Liga a los vecinos de Picadero. Al ver en la pista rival como el público local insultaba y escupía a sus jugadores del banco, Eduardo cogió el banquillo y se lo llevó al lugar más insólito, colocándolo delante del palco presidencial. Que se atrevieran ahí. El partido lo ganó de uno y el reglamento tuvo que subsanar ese vacío en la regla: desde entonces deberían estar contiguos a la mesa de anotadores.
Ahora sí, se sentía preparado para volver a un Barça con más ambición y miras que en su primera etapa, impulsado por la inauguración del flamante Palau. En realidad, las canchas cubiertas habían cambiado radicalmente -y para bien- un deporte que, en territorio nacional, comenzó a ponerse muy de moda tras la primera victoria de España contra la URSS y la plata frente a Yugoslavia en el Europeo del 73. De allí, precisamente, llegaría la primera gran apuesta de Eduardo para dirigir la nave blaugrana. Portela convenció al 'Profesor' Ranko Zeravica, campeón del mundo con Yugoslavia en el 70 y una especie de divinidad en el Partizán de Belgrado, de la forma más sencilla: enseñándole una fotografía de su propio equipo. "Parecían de todo menos jugadores de baloncesto", confesó el yugoslavo, que aceptó la propuesta y guardó aquella instantánea hasta su muerte. Y con Zeravica... todo cambió.
"Nos hizo ver el juego de una manera totalmente diferente a como se estaba viviendo en nuestro país", reconocería Manolo Flores acerca de un técnico que cambió los entrenamientos semanales por las dobles sesiones de tres horas diarias. Un baloncesto moderno, una apuesta por la cantera y los jóvenes, con Portela haciendo alquimia desde su oficina verano a verano. La llegada de Nacho Solozábal, la carambola Epi (el fichaje de Herminio San Epifanio, su hermano mayor, provocó que toda su familia se trasladara de Zaragoza a Barcelona, donde el idilio fue inevitable), la apuesta por el 'Lagarto' De la Cruz. El argentino no estaba ni en la órbita de su selección y parecía carne de cesión hasta que se los ganó a todos. Y la guinda de 'Chicho' Sibilio, descubierto en un amistoso frente a la República Dominicana. El chaval de 17 años ni jugó, pero su rueda de calentamiento cautivó tanto a Portela y Zerevica que lo acabaron vistiendo de blaugrana, como también intentó hacerlo, esta vez con menos éxito, con Iturriaga y Villacampa.
La fórmula Portela funcionaba, tanto que aquel equipo sin rumbo hasta su llegada alcanzó en 1975 su primera final europea histórica, de la mano de los López Abril, Carmichael, Flores, Iradier o Knowles, en el reencuentro de Portela con Charles Thomas. El Cantú italiano se acabaría llevando aquella Copa Korac, pero la semilla ya estaba plantada y tres años después, en el 78, llegó el primer título barcelonista en... ¡19 años! La llamada Copa de Kucharski sentaría las bases, a finales de década, de la inminente explosión ochentera. Pero antes le tocaría al propio Eduardo un último baile en los banquillos. Las despedidas, mejor, por la puerta grande.
Una Copa, un sueño
En la 78-79, el ambiente era tenso en aquel Barça de Kucharski, otra de sus apuestas. La plantilla se quejaba de poca intensidad en los entrenamientos y una derrota en Manresa lo precipitó todo. Portela ya había hecho de interino en el banquillo blaugrana al final de la 76-77, entre la marcha de Lazic y la llegada de Kucharski. Y ni pizca de ganas de volver a repetir cuando le ofrecieron -impusieron- el puesto. "Considero que no soy el técnico idóneo para el Barça y así lo dije, a mí lo que me gusta es secretario técnico. Mi deber es servir al club y cumplo lo que me orden mis superiores", aseguró entonces, con escaso nivel de ilusión y un exceso de sinceridad ante el micrófono:
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¿Qué haría si le dijeran, ahora mismo, que han encontrado al nuevo entrenador?
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Respiraría a gusto.
Sin embargo, la llegada de Portela tuvo un impacto inmediato en una plantilla que creía en Eduardo más que él en sí mismo. "Lo recuerdo como un entrenador muy organizado y con la disciplina que la época requería, muy meticuloso en los pequeños detalles dentro y fuera de la cancha". Palabra de Manolo Flores. Sin grandes revoluciones -"Un buen entrenador no ha de tener nunca prisa", repetía-, aquel conjunto llegó a las semis de Recopa y se plantó con facilidad en la finalísima copera del 79, que se jugaría en Pamplona. En la final, ni Real Madrid ni Penya, sino un CB Tempus que, pese a ser tratado de anécdota por eliminar al Real Madrid al cual formaba jugadores, escondía una plantilla de presente y futuro. Enfrente, nombres tan míticos como Del Corral, Romay, Llorente o 'Indio' Díaz. El cóctel perfecto para una final divertida, la más anotadora en la historia del baloncesto español (¡243 puntos!), con 1500 aficionados barcelonistas celebrando en tierras navarras cada canasta de Sibilio (38 puntos), Guyette (33), Epi (24) o Manolo Flores (18), la clave para Portela por su gran defensa a José Luis Llorente.
Para la retina, el tiempo muerto rival en las postrimerías del encuentro en el que, con la victoria en el bolsillo para su Barça, Portela aprovechó para pedirle a sus jugadores que hicieran algo de tiro, pues ni hacía falta que se acercaran a banda para corrección alguna habiendo jugado tan bien: 133-110. El primer título en la carrera de Eduardo. Y el último, ya que al finalizar la temporada insistió volver a los despachos, aunque ya nada sería igual. A los cinco minutos de la llegada de Bonareu como nuevo responsable de la sección de basket, Portela entregó una carta de dimisión: "No tengo nada contra usted, pero no quiero ser ningún obstáculo". Entre Bonareu y Núñez lo convencieron para seguir un tiempo más, incidiendo en labores de cantera como con la adquisición de Ferran Martínez, pero el fuelle le duró poco. Necesitaba un proyecto que avivara la llama de su amor al baloncesto, al menos para disfrutar tanto como su esposa María, que hacía historia al convertirse en la primera seleccionadora nacional entre 1978 y 1985.
Con alguna incursión esporádica más en los banquillos dirigiendo a la selección catalana, Eduardo quiso volcarse en su formación, sacándose los estudios de Marketing y Gestión, intuyendo por donde irían sus siguientes pasos. ¿Y si él, junto a otro puñado de locos románticos, podía impulsar la transformación y la modernización del baloncesto en España? Convencidos de que era necesario construir un nuevo escenario para la profesionalización de este deporte, los Antonio Novoa (presidente del Granollers), José Antonio Gasca (Askatuak), Juan Fernández (Ferrol) y José Luis Rubio (CAI Zaragoza) se embarcaron en el alumbramiento de la ACB (ACEB, en sus inicios). Eduardo dimitió en el Barça un 30 de junio de 1982 y a las 8 de la mañana siguiente Saporta ya le había telefoneado para ofrecerle el puesto de gerente en la asociación incipiente. Lo suyo venía de lejos.
Los encuentros iniciales de 1977, casi clandestinos, de Barcelona a Zaragoza. Las reuniones maratonianas, la dificultad para encontrar un punto de encuentro entre todos los actores principales. Los primeros estatutos, las horas y horas con Jordi, Judith y Llibert en el despacho de Gran Vía. El baile mediático, las batallas jurídicas, la luz al final del tunes. El 3 de marzo del 82 el mismísimo Tribunal Supremo reconoció la legalidad de la Asociación de Clubes de Baloncesto, germen para una nueva Ley del Deporte Profesional. Portela podía estar satisfecho. "Fueron incontables sus ideas e iniciativas para dar a conocer la ACB. Contactó con medios de comunicación, explicaba objetivos, perseguía patrocinadores, conseguía nuevos colaboradores...", señalaba Antonio Novoa, primer presidente de la asociación, una revolución para el baloncesto de la época.
Una mezcla de conceptos americanos (mascotas, cheerleaders, la idea principal de deporte-espectáculo para cualquier miembro de la familia...) y otros del Viejo Continente, con aroma a Italia, como con el modelo de un Playoff por el título y por la permanencia. Ampliación a 16 equipos, dos extranjeros en plantillas de ocho, un departamento de arbitraje propio, la homologación de aros y tableros. Portela se interesaba por los sistemas de venta de entradas más avanzados del mundo y avisaba a los clubes para imprementarlos. Se instauró una estadística con 22 conceptos por jugador y acabó recurriendo a un antiguo oponente, la leyenda blanca Szczerbiak, para que fuese el enlace perfecto con el firmamento NBA. Walter les pasaría cintas de vídeo, libros y revistas de la NBA, ayudaría con la tramitación de tránsfers y haría de diplomático o de traductor cuando tocase.
Con tantas ideas agolpándose en su cabeza, la verdadera clave, para Portela, residía en el mundo audiovisual. Una huelga de fútbol -y un sinfín de entrevistas en TVE con la ayuda de Héctor Quiroga- abrió la escaleta de la pública al basket, aunque el planteamiento de la ACB desconcertó a los más críticos. ¿Pagar para salir en televisión? La nueva competición consiguió, a cambio de unas buenas pelas, que TVE retransmitiera al menos un partido a cada equipo en su propia pista, a cambio de poder gestionar su propia publicidad. Para los clubes resultó un edén: los patrocinadores no tardarían en llegar. Y, con ellos, proyectos más ambiciosos dispuestos a desafiar el poder inamovible de los más grandes.
Al fin, el 10 de septiembre de 1983 arrancó la primera jornada de la Liga ACB, camino hoy de las cuatro décadas. "Era una etapa en la que lo queríamos cambiar todo", reconocería años más tarde, en una entrevista con Miguel Panadés. "Supuso un cambio de planteamientos que revolucionó el deporte, por lo general muy conservador. Queríamos la independencia, causando recelos en un mundillo acostumbrado a que salgan mecenas a solucionar los problemas. Pero nosotros no seguíamos la corriente del tiempo, queríamos ir por delante. En eso no hemos cambiado. Los clubes veníamos de vivir en el contexto de la Federación e iniciábamos un desarrollo profesional. Pedimos una cesión de los derechos de la Primera División, teniendo como ejemplo la Lega Italiana. Pretendíamos crear un modelo adecuado, no en función de los intereses de unos y otros, sino de acuerdo a la opinión pública: la opinión de los aficionados".
La respuesta fue inmediata. Aumentó la asistencia, creció el interés mediático y nacieron publicaciones como Gigantes o Nuevo Basket. Y si había que arremangarse, se hacía. El gerente Portela aprovechaba los viajes baloncestísticos de su esposa para acelerar el proceso de entrega de los carretes a las diferentes publicaciones. Cómo olvidar la noche en la que, como no le abrían, empezó a gritar "Franco, Franco", en mitad de la Barcelona de finales de los ochenta, para estupor general. Él solo quería avisar al director de Nuevo Basket, el genial Franco Pinotti.
Todo ocurrió muy rápido y hasta las malas noticias -aquella 83-84 no pudo tener peor epílogo, polémicas e incomparecencias incluidas- se transformaban en un aliciente más para avivar la pasión de una generación que se enamoró de los Epi, Villacampa o Corbalán y de las eléctricas batallas entre Fernando Martín y Audie Norris. La plata olímpica en Los Ángeles 84, el detonante final. Las canchas, tan vacías y desnudas poco antes, empezaban a quedarse pequeñas y en el 88 se exigió un aforo mínimo de 5000 personas, que a la postre provocó que la asistencia se triplicara en las siguientes décadas.
Con la ACB asentada ya como una realidad a comienzos de los noventa, la Asociación quiso ir más allá y decidió entregarle, un 8 de junio de 1990 en el hotel Hilton de Barcelona, el timón de su nave a Portela, apostando por un modelo de presidente ejecutivo con plenos poderes, al más puro estilo NBA. Cuánto se fijaba en ella Eduardo, presente en una quincena de All Stars de los que regresaba con nuevos contactos o nuevas ideas con las que hacer crecer su Liga. ¡Hasta se trajo a Michael Jordan para una presentación!
En 1992 impulsó la conversión de los clubes en sociedades anónimas deportivas (SAD), lo que le valió la felicitación oficial del mismísimo Congreso de los Diputados. Anticipaba realidades próximas y problemas futuros, consciente de que los periodos de bonanza, inevitablemente, quedaban vinculados a la solidez de los acuerdos televisivos. De los mil millones de las antiguas pesetas con TVE y la FORTA a los diez mil de Canal Plus. La ACB entraba en una nueva dimensión.
El triple de Ansley, el milagro de Creus. Del Caja San Fernando más dorado a la confirmación baskonista. El paso al frente en Valencia, el crecimiento en las islas. Hoy ya son una quince de escuadras las que, desde la acb, alcanzaron una final continental, algo impensable en el alumbramiento de la asociación, cuando cualquier gesta parecía cosa de solo tres. "La ACB no nació para vivir enconsertada. Pasamos de un baloncesto semiprofesional, con enormes diferencias entre todos los equipos, a un deporte 100% profesional en el que la competitividad entre todos es una realidad", sentenciaría, sacando músculo en lo económico y lo formativo.
"Si Raimundo Saporta creó la Liga de la nada, Portela la elevó a primer nivel internacional", escribiría Martín Tello. Las fotos de Borislav Stankovic (FIBA) y David Stern (NBA) en la mesita de su despacho, el impulso a la profesionalización del baloncesto europeo, fundando y presidiendo la ULEB entre 1998 y 2016, y la Copa del Rey como joya de la corona. La primera con formato acb, con el CAI Zaragoza de Kevin Magee tocando el cielo. La explosión de 2001, con un Pau Gasol de dibujos animados y la presencia del propio Rey Juan Carlos en el palco. Cuánta literatura generó aquel torneo al que Boza Maljkovic definió como el más bello del panorama continental. "Combina lo mejor del baloncesto europeo y del norteamericano. Portela no será el mejor jugador o entrenador que tuvo Europa, pero para el desarrollo de nuestro deporte tiene más mérito que mucha de sus estrellas. Es un mago de la organización".
No fue un camino de rosas, claro. No faltaron críticas, polémicas de puro desgaste y seguro que más de un error, quién no. Pero bajo esa apariencia discreta y seria siempre sorprendió a los que le trataron más de cerca, con un humor inglés que explotaba en las distancias cortas y un perfil humanista muy marcado a la hora de batallar con ajenos u organizar a los propios. A la señora mayor a la que compró lo que sería la sede de la ACB en la barcelonesa calle Iradier le mandó flores por su cumpleaños hasta el día de su muerte. Sus vinitos, su amor por los coches, aunque nunca cambiara el suyo, su curiosidad infinita por el mundo de la Medicina. Siempre un "Punyeta, Noi!" en su boca como coletilla, siempre una libreta en la mano en la que escribir mil notas con la letra más pequeña que conoció el baloncesto.
Ya en el nuevo siglo, encarando su última década al mando, impulsó campañas solidarias y proyectos como el del Circuito Sub20 o las Series Colegiales, apostando por las nuevas tecnologías y por el crecimiento de acb.com, con el objetivo de construir comunidad con los aficionados. En 2009, el Consejo Superior de Deportes le otorgó la Medalla de Oro de la Real Orden del Mérito Deportivo, en una ceremonia en la que también fue premiada su esposa María Planas. La cuadratura del círculo. Fue su último gran momento antes de su reelección definitiva -la sexta-, pasando en 2011 a ser presidente de honor de una ACB a la que todo le entregó: "Mi trabajo me absorbió casi 24 horas al día y no se puede pagar con dinero lo que empleé en el basket, pero la acb es mi vida. No sé si lo habré hecho bien, regular o rematadamente mal, aunque si el tiempo volviera hacia atrás, aceptaría de nuevo este bonito reto".
Aún quedaban en el horizonte más de comidas organizadas por los fundadores y un sinfín de reconocimientos más, como cuando en diciembre de 2014 Jaume Rius publicó su libro "Eduardo Portela, el hombre de la ACB", tan presente en este artículo. María Planas organizó por sorpresa el acto más emocionante para su marido, que se quedó sin palabras ante la mirada atenta de antiguos pupilos como Solozábal y Epi, viejos rivales de la talla de Villacampa o amigos para toda la vida como el eterno Ranko Zeravica. "¿Pero esto que es? ¡Gracias a todos!", exclamaría emocionado.
Y es que nadie mejor que María para saber lo que aportó su marido a su deporte del alma. "Eduardo ha sido un enamorado del baloncesto desde niño. Aunque le tocó ser entrenador, a él lo que le gustaba era verlo todo como directivo. El basket siempre lo fue todo para él, ha disfrutado mucho". No fue el único idilio de Portela: "Para otros matrimonios la tensión de la competición y los viajes y concentraciones podrían constituir una catástrofe, pero desde el principio nosotros nos lo montamos así. Sin el baloncesto nada sería igual para nosotros".
Los encuentros rápidos en los aeropuertos, las horas y horas hablando por teléfono, cada uno desde una punta del país, intercambiando opiniones sobre táctica o incluso, ya en su etapa como mandatario, cuestiones candentes de la acb. Siempre influyó María en sus decisiones. "En casa, eso sí, los trofeos son suyos. Yo solo tengo una Copa, pero ella se hinchó de ganar títulos", confesaría en el Diario As entre carcajadas, recordando las 7 Ligas y 6 Copas que conquistó su mujer, historia viva del baloncesto femenino. "Ella siempre estuvo a mi lado, sin ninguna queja, apoyándome en los buenos momentos y en los no tan buenos, que de todo hubo".
Al fin y al cabo, ante la imposibilidad de descendencia a causa de la endometriosis de María, el balón y la canasta se convirtieron en su mejor legado, reforzando el amor de la pareja:
- Como no tuvimos hijos pudimos dedicarnos a nuestra pasión, que es el baloncesto.
Esta es su recompensa. La última, la de este jueves, en el homenaje que la acb quiso brindarle, con el infortunio de dar positivo por Covid-19 en el instante final. El cariño de las más de 60 personalidades del mundillo que acudieron al acto lo tuvo que agradecer a través de la pantalla. “Me siento honrado, orgulloso y complacido de este homenaje para que en vida sienta el cariño de una organización a la que he dedicado toda mi trayectoria personal y profesional. Este este acto de cariño, carga mi depósito de ilusión y mis ganas de vivir".
Una meta, un cobijo... el amor de un padre a un hijo.