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El milagro de Scotty B

Su padre murió cuando él tenía 12 y su madre, cuando tenía 15. A los 13, aprendió a conducir para cuidarla y tuvo que llevar facturas, como un adulto. Cuando su vida volvió a encontrar sentido, con el baloncesto como válvula de escape, en 15 minutos estuvo a punto de perderlo todo. El superviviente Bamforth se hizo más fuerte

  
”Through a bedroom I could see my momma tears…
(…) Please momma don’t cry, you know I hate crying,
I try my best not to die, you know I hate dyin.
(…) I’ve been cursed since the day this earth birthed me,
I’ve been cursed since the day my mother birthed me,
And how did I get here in the first place
Oh that’s right, see the trap is my birthplace”


“Trapped”. Young Jezzy


Redacción, 3 Abr. 2014.- ”He estado volando por la carretera y pasando hambre para estar solo, ajeno al escenario que conocí. Así que pararé cuando pueda, encontraré unos huevos fritos y mermelada de campo. Daré con algún lugar donde no les importe quien soy. Oh, Albuquerque. Oh, Albuquerque”. Suena la armónica de Neil Young vistiendo de melancolía unas calles que aún guardan aroma a Ruta 66. Asfalto, gasolina y horizonte, como si acaso hicieran falta más compañeros de viaje.

Un niño pequeño desafía al sol de julio en la vieja Burque, como solo la llaman quienes sienten suya la ciudad. Hace meses no sabía ni gatear y ahora sostiene una cerveza. Avanza hasta la base, suelta el bate de béisbol y derrama todo el líquido en el suelo, mientras que los que le rodean aplauden emocionados.

Su padre vuela, lágrimas en los ojos, hasta aquellos 90 en los que John sonreía sobre esa misma tierra. La canción de Neil Young se apaga, bailando entre la belleza y la mentira. En Albuquerque sí importó, importa e importarás quien fuiste. El gesto de Kingzton aviva el fuego de la memoria. El círculo se ha cerrado. Habrá que seguir viajando.



De lágrimas y facturas

Ramona Padilla Vallejos vivía en Hatch, la tierra del chili rojo, la tierra del chili verde. A unos 140 kilómetros al norte de Ciudad Juárez, donde el infierno habla con muertes sin que nadie haga nada. Su hija, Elizabeth, se casó con John, un hombre que forjó su amor al deporte en Massachussetts para luego irse a vivir con ella a Albuquerque, en Nuevo Mexico. Como Hatch. “Tengo raíces mejicanas por mi madre. ¡De la ciudad de la comida picante! También tiene raíces mejicanas la cocina de Albuquerque, muy buena. Tanto como la ciudad y el tiempo”, cuenta orgulloso Scott, nacido allí un 12 de agosto de 1989. Tres años después, ya había abrazado un balón.

“Empecé muy jovencito, cuando mi padre me compró un pequeño aro de baloncesto”. La influencia paterna fue más allá. “Él siempre estaba haciendo deporte, ya fuese basket o softball. Y yo le seguía a todas partes. Hizo que me gustaran, que siempre estuviera viéndolos. ¡O practicándolos! Especialmente, el baloncesto. Me enseñó a divertirme jugando a esto. Me hizo comprender que si quería llegar a algo tenía que entrenar mucho”. Una vez, perdió un concurso de tiros libres y, cabreado, se fue al gimnasio a tirar y a tirar. Y entonces, volvió a empezar. Un lanzamiento, otro. Y repetir la serie una, diez o quinientas veces, hasta que nadie pudiera ganarle. “Nunca volví a perder un concurso de tiros libres”, relata orgulloso.

Qué feliz era su vida en aquella noche de domingo. Un partido de softball con su padre y de noche, como si no tuvieran bastante, otro por la tele. Juntos en el sofá. Celebrando, gritando, compartiendo por última vez. Al día siguiente, maldito 12 de mayo de 2002, el niño se encontraba a John inmóvil en la cama. Acababa de morir, con solo 41 años. Y con él, en vida, su propia esposa Elizabeth, devastada por el trágico hecho. Hundida, se refugió en el alcohol. El pequeño Scotty B, con solo 12 años, había pasado de vivir enganchado a su padre a tener que vivir por su madre, para rescatarla del dolor. De niño a mayor sin que nadie le preguntara.



Ya no eran días de enchilada, qué ricas las de su mamá. Ni de piscinas, barbacoas, bates de béisbol o balones de baloncesto. Bamforth aprendió a manejar un coche, a la edad de 13, para conducir a su madre hasta Hatch, a la casa de la abuela Ramona. Ella ya no podía ni sostener el volante. Y hasta empezó a saltarse clases. Para llevarla, para visitarla, para cuidarla. Vivía solo, disfrazado de adulto, en un mundo de adultos, ese de las facturas, recibos y problemas, tan ajenos a él meses antes. La pesadilla le ganó la batalla un 29 de diciembre de 2004. Dos años y medio después de la muerte de John, Elizabeth cerraba los ojos por última vez a sus 42 años de vida por culpa de un problema renal. El dominó se desmoronaba. El recuerdo, resistía. “Con 12 pierdo a mi padre y con 15, a mi madre. Me quedé impactado, hundido. Resultó durísimo para mí. Aunque muriesen jóvenes, me enseñaron mucho. Mi padre sobre los deportes. Mi madre, a ser buena persona”. Sin ellos, ¿quién diablos le iba a enseñar el significado de la palabra esperanza?

Después de ese golpe, Scotty B, como le llamaban cariñosamente, comenzó a vivir con su hermanastro Bryan –tutor legal en la práctica- y con un par de amigos más. Con 15, ya hacía de casero arrendatario. 300 dólares de cada uno le ayudaban a vivir dignamente. El dinero de la Seguridad Social, además, le permitía pagar la hipoteca de la casa y el seguro del coche. El adolescente, aún menor de edad, limpiaba y llevaba las cuentas. Había cogido las riendas y asumido todas las responsabilidades, evitando, por su madurez y capacidad de reacción, el perder la casa o el aumentar los problemas monetarios. Pero aún faltaba mucho hasta su primera sonrisa. La cancha esperaba el gesto.

Un escape, un homenaje

La vida es caprichosa. La vida es cruel. Hay caminos muy bellos que nacen de un hecho trágico y otros, más feos, que brotan de felices semillas. El de Scott Bamforth y el baloncesto es de los primeros. “Nunca hubiera adivinado en su primer año que tendría opciones de acabar jugando al basket en la Division 1 de la NCAA. Probablemente era el chico más lento de todos, pero creció y mejoró tanto que, en su temporada junior, nos dimos cuenta de que tenía tiro”, afirmaba su técnico, Gerome Espinoza, que, en una ocasión, le dijo a su pupilo que las 2 horas de cada partido podrían ser su mejor relajación de toda la semana, el lugar donde encontrase la paz. El chico se lo tomó tan en serio que se quedaba hasta después de cada sesión a limpiar las canastas. Incluso, una vez fue expulsado de un entrenamiento cuando su entrenador se enteró de que llevaba desde las 2 de la madrugada entrenando, levantando pesas y subiendo escalones. “¿Me estás bromeando? ¡A casa!”



El baloncesto acababa de convertirse en válvula de escape para esquivar las burlas de la propia vida. “Estaba todo el día en el gimnasio jugando al baloncesto. Solo lloraba entonces y el deporte era la única manera de despejar mi mente, aunque el técnico se enfadaba porque yo iba a la 1, a las 2 o a las 3 de la mañana. No podía dormir, lo único que hacía era pensar en mis padres”. El dolor le había transformado en una promesa del deporte que amaba –jugaba en homenaje a ellos-, convirtiendo a Del Norte High School, un instituto mediocre un año antes, en el mejor equipo del estado. Sin embargo, cuando la pelota naranja desaparecía, los recuerdos seguían siendo una tortura.

“He pensado que nada importa porque no tengo nada por lo que vivir. Se me pasó por la cabeza hacer algo, aunque siempre encontré a alguien que me comentó motivos por las que seguir”, llegó a comentar con 16 años en un periódico local. Los acabó encontrando. Los tenía a su alrededor. “Cuando pierdo a mi padre y a mi madre sentí que no había sentido en seguir. Yo aún estaba creciendo, me sentía como un bebé. Ellos eran mis mejores amigos. Pensé que todo pasa por una razón. Eso me convirtió en una persona más fuerte y en el jugador que soy ahora. Quedarte sin alguien tan importante hace que trates mejor a la gente que te rodea porque ya no sabes si puedes perderla en algún momento”.

Scott quiso dedicarles a sus padres algún logro y no paró hasta que le nombraron en la temporada 2006-07 Jugador del Año en New Mexico. “Me empujaron hasta que no pudieron más”, exclamó en su discurso, radiante y emocionado, justo después de haberse convertido en el máximo anotador histórico de su instituto. Aún así, procediendo de Albuquerque, el camino hasta la élite no iba a ser sencillo. Sin cumplir su deseo de ir a la Universidad de Nuevo Mexico, hizo las maletas y se dirigió rumbo a la pequeña Scottsbluff, para vestir la camiseta de la Western Nebraska University, un junior college en mitad de la nada, donde se quedó sin jugar en su primer año. “Una de las mejores decisiones que he tomado”, confesó. Y no comenzó mucho mejor la temporada siguiente, la 2008-09, con un rosco doloroso frente a Eastern Utah, en el primer cero de toda su carrera. Aquel día aprendió más en la pista que en toda su etapa de instituto. Lema incluido: “El truco no era intentar anotar. Los puntos, simplemente, llegarían solos”.

Su baloncesto explotó del todo. Penetraciones, pases, rebotes –con una capacidad impropia de alguien de su estatura- y tiro, mucho tiro. El cuarto mejor de todo el país en porcentaje de triples (48,7%), con 18,4 puntos, 4,6 capturas y 2,3 asistencias de media. Y un entrenador que supo entenderle. “Bryan Joyce se convirtió en mi mentor. Él era buen amigo del entrenador de mi instituto y me enseñó muchas cosas. Es una gran persona, hizo bastantes cosas por mí y mi familia. Me enseñó mucho de la vida”. Bryan le impulsó a seguir creciendo en una universidad de la Division 1, la de Weber State, aunque antes, el infortunio volvió a cruzarse en su sendero, en forma de lesión de hombro. La temporada 2009-10, en blanco. Un respiro, al fin y al cabo, antes de experimentar la mayor avalancha de emociones desde aquella lejana adolescencia.



La bendición de Kingzton

Scott Bamforth no llegó solo a Ogden, al pie de las montañas, tan solo a 30 kilómetros de Salt Lake City. Un pueblo con duende donde, pese a no llegar a los 80.000 habitantes, nacieron Tom Chambers, Byron Scott o un viejo conocido, Tanoka Beard. De su mano iba Kendra. Su chica. Su prometida. “La conocí en Nebraska. Ella era jugadora de voleibol y al principio éramos amigos, aunque después empezamos a salir”. Cuando aterrizó en Utah, ya tenían marcada hasta la fecha de la boda.

Tampoco es que le hiciera falta demasiado tiempo para adaptarse, pese a que volvió a tener problemas físicos al comienzo de la campaña. Su manía de quedarse siempre 45 minutos más lanzando tiros libres y triples después de cada sesión le permitieron ganarse pronto el respeto del cuerpo técnico. Su historia personal conquistó a los aficionados. Y a sus propios compañeros. “Es un tipo realmente duro. Es alguien que resiste. Es un hombre”, apuntaba Damian Lillard. Sí, el mismo Lillard rookie del año en 2013 y All Star hace solo un par de meses. Él estaba encantado con Scott, con el que formaba una pareja muy difícil de parar. En solo una campaña, el de Albuquerque se fue hasta los 12,2 puntos, con 2,5 triples por choque, haciendo que la CBS le considerarse el 6º mejor tirador de todo el país, además de ser nominado mejor novato de su conferencia, en la que también se coló en el quinteto ideal. Sin embargo, hubo algo que le hizo aún más ilusión.

Corría el 29 de enero cuando, en un partido frente a Northern Colorado en el que Lillard no podía jugar por lesión. 2,4 segundos para el final y tiros libres convertidos por el rival. Entonces, llegó la premonición. “Escuchad, voy a meter ese tiro”, les dijo a sus compañeros, que también querían el balón final. “Os lo prometo, lo voy a meter”. Saque de fondo, Bamforth recibe en media cancha, da un paso hacia delante y tira. Al segundo, los 7.505 aficionados gritaban de éxtasis, tras ver una de las canastas más increíbles e inolvidables de la historia de ese centro. Durante muchos días, se ponía ese vídeo y se emocionaba viendo como todos los compañeros y aficionados le perseguían como locos tras su heroicidad, en una reacción colectiva cercana a la catarsis. La canasta de su vida.



Meses más tarde, la cruz de la moneda, con una derrota en la final del estado frente a Nebraska, nuevamente sin Lillard, que le hizo replantearse que no había ayudado lo suficiente a su equipo para conseguir el triunfo. Poco le duró la pena a Bamforth, que cambió su vida desde el 15 de julio de 2011, fecha de la boda con Kendra. “Fue fantástico. No podía esperarme que viniesen familiares míos por sorpresa, ya que vivían lejos. Nos lo pasamos genial”. Por si fuera poco, Kendra estaba embarazada. Sería el mejor regalo de Navidad.

“Es de lejos el mejor año de mi vida y de mi carrera”, comentaba entonces, ignorando que, en solo un día, todo estuvo a punto de cambiar. Otra vez. A su esposa le diagnosticaron preeclampsia, una de las complicaciones más peligrosas de un embarazo, que produce una elevada presión arterial que podía hacer morir al niño y a la madre. Con 34 semanas de gestación, tendrían que provocar el parto para evitar más riesgos. Aquel 6 de noviembre, el mundo paró para Kendra. El mundo paró para él. Y el mundo paró para el pequeño Kingzton nada más verlo por primera vez. Ya las manos de su padre, cuando todo parecía haber salido bien, el bebé dejó de respirar y su tez empezó a cambiar de color. De inmediato, los doctores le echaron de la sala y acabó en un hall solo, desolado. Fueron 15, a lo sumo 20 minutos, mas el instante pareció prolongarse días para él. Todo iba tan lento sin la sonrisa de Kingzton, todo parecía tan oscuro sin el abrazo de Kendra. Scott cogió el teléfono y llamó entre lágrimas a su mejor amigo, el también jugador de baloncesto Lamar Morinia, que jugaba y juega en Alemania. Nada podía consolarle. “Yo estaba tan feliz tras la noticia del embarazo, tan emocionado que ni podía esperar. Pero cuando vi que estaba tan enfermo mi hijo y que ella podía morir, me acordé en ese momento de mis padres. Por fin había podido construir yo una familia y sentía que lo perdía todo. Llamé llorando a mi amigo, lo único que podía hacer era lamentarme. Fue todo tan complicado…”

De repente, la puerta se abrió. Era la enfermera. Su hijo había sobrevivido. Más lágrimas, estas de felicidad. Kingzton estaba con respirador, ausente, sin hacer caso a ningún estímulo durante todo el día. Al siguiente, le tocó la mano y el niño respondió, agarrándola levemente. En ese instante, con la madre también fuera de peligro, Scott sintió que todo iría bien. Religioso, incluso reconoció pensar que Dios le hizo verle en su punto más bajo consciente de que iría hacia arriba desde ese momento hasta su triunfo en la vida. La bendición de Kingzton. “Tuvieron que quedarse ambos un tiempo en el hospital, pero mira qué genial están ahora”. Su evolución, al menos en la cancha, fue más rápida aún. Al día siguiente de la peor de sus pesadillas, jugaba un amistoso contra Colorado Springs. Otra vez el basket como válvula de escape. Otra vez un salto adelante para olvidar penas, llegando incluso a anotar, sin fallo, los primeros 10 triples de la temporada, con 28 puntos en su tercer partido. En trance, casi poseído, su mejor baloncesto llegó en su momento más duro. “En toda esa semana casi ni dormí. Era del entrenamiento al hospital una y otra vez. Iba a verle porque tenía miedo de que dejara de respirar, parecía muy enfermito. En el global de esos 7 días, dormí unas 10 horas. Y me tocó jugar varios partidos. Lo hice sin presión, con mi hijo así lo que menos importaba era la cancha. Simplemente jugué al baloncesto y me fue muy bien. Un momento bonito pero a la vez muy difícil para mí”.




Sus números se elevaron hasta los 14,3 puntos por encuentro, si bien todo lo vivido le descentró. Tenía que ejercer al mismo tiempo de estudiante, jugador, marido y padre. ¡Con solo 22 años! “Creo que he perdido mi ambición. No me divierto en la pista desde que mi hijo ha nacido”, escribió un mes después en Twitter. Al final de temporada, su desconexión tuvo consecuencias. Su entrenador Randy Rahe le apartó las 2 últimas semanas, alegando que no tenía la cabeza en su sitio en ese momento y que no por haber tenido una historia personal dura podía permitírsele más cosas. Ambos hablaron y su cambio de actitud fue inmediato, volcándose en su preparación durante el verano, cambiando hábitos alimenticios y pasando del 13% al 4% en índice de grasa. “Estaba pasando un momento difícil en la vida en general, no podía ayudar al equipo. El técnico me entendió y solo trató de ayudarme. Llegamos a la conclusión de parar un poco y me hizo realmente un favor con eso”.

Más preparado que nunca cara a la temporada 2012-13, Scott Bamforth se convirtió en co-capitán del equipo, ya sin Lillard, y acabó promediando 13,9 puntos en su campaña de despedida, mejorando todos sus porcentajes y elevando su aportación en triples (2,8) y rebotes (3,9), con el honor de aportar su granito de arena en el mejor balance histórico de la universidad, un 30-7. Con el título de Humanidades bajo el brazo, el de Burque se fue de Weber con el honor de ser incluido en la lista de los 50 mejores de todos los tiempos en vestir la camiseta de los Wildcats y la gloria, aún mayor, de quitarle el récord histórico de triples a Lillard. Una rúbrica brillante a una etapa de sensaciones. “La experiencia fue fantástica, con 3 años muy completos. El equipo era fuerte y pude jugar con Lillard, además de aprender mucho. Se presentó una oportunidad ideal y la aproveché”.

Pese a la llamada de los Jazz para un campus previo al draft, su momento en la NBA aún podía esperar. “Resultó un poco decepcionante el draft. Quería seguir los pasos de Lillard, aunque él es muy talentoso. Yo también tengo calidad pero soy un escolta muy bajito para jugar allí. Sabía que debía ir a Europa, mejorar bastante y, quien sabe si en el futuro, poder llegar a la NBA”. El sueño continuaría al otro lado del charco. Las montañas de Utah se coloreaban con el azul del Guadalquivir.

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De ventiladores y rachas

“¿Alguien sabe alguna aplicación que traduzca de español a inglés para bajarme en el Iphone?” El 10 de agosto, Scott Bamforth confirmaba veladamente su fichaje por el Cajasol de la manera más inocente, tras sonar para el Breogán. Horas después, era oficial el acuerdo con el conjunto hispalense. “Cuando salí de la universidad, mi objetivo era acabar en la competición más fuerte más allá de la NBA y, cuando vi la propuesta del Cajasol, dije que sí inmediatamente. Era una de las mejores opciones para mí”.

Aíto García Reneses le recibía con los brazos abiertos, destacando su historia de superación como virtud del jugador. ”La formación personal influye de manera importante en la carrera de un jugador. Ayuda mucho ser duro y ambicioso para alcanzar cotas altas, y parece que Bamforth ha sabido superar momentos difíciles en su vida”. Y él, encantado, aunque sorprendido por el rol que menos hubiera esperado en su temporada de rookie… ¡el de veterano! “Pensé que sería uno de los más jóvenes de cualquier equipo por el que fichase. Pero no, resulta que soy uno de los más viejos aquí. Y me encanta enseñar a los más jóvenes. Tengo unos compañeros y unos entrenadores geniales, todo lo que hay aquí me encanta. Aíto me está ayudando muchísimo y hace un gran trabajo con un equipo lleno de jóvenes”.

Su temporada, una verdadera montaña rusa que le llevó a firmar su mejor partido en la Jornada 3 (26 pt, 28 val) y desinflarse al poco de comenzar, con algún repunte antes del esprint final. Y es que en el último mes promedia 16 puntos y 18,2 de valoración por partido, con un 11/23 en triples. Scott lleva 7 partidos seguidos con dobles dígitos en valoración y la regularidad en su juego por fin es un hecho. Su equipo lo nota. “Mi temporada ha tenido muchos altibajos. Arranqué fuerte, bajé y ahora llevo mes y medio genial. No sé por qué empecé a fallar tiros y a no brillar, no sabía que pasaba. He visto muchos vídeos, una y otra vez, para ver qué tenía que hacer para mejorar. Noté que podía ser mejor en defensa y me centré en ella. A partir de ahí, comencé a anotar tiros que siempre me han entrado y a jugar con comodidad. Los técnicos han confiado en mí incluso cuando he jugado mal. Suelo centrarme siempre en que mi equipo gane pero esta vez, también, me centré en qué podía mejorar yo para jugar bien”.

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Desde luego, no engañó a nadie. A su llegada dijo que no le afectaría que la línea de triple fuese diferente porque él en la Universidad los lanzaba desde lejos y ya es el 10º triplista de la competición y líder de su equipo, con casi 2 por partido. También avisó de su capacidad reboteadora –“preguntad a los técnicos que me han entrenado”- y se ha colocado 3º en su equipo en esta faceta, con 4,2 por choque, midiendo solo 1,88. Igualmente, es 2º en anotación (10,9), 2º en valoración (10,1) y 3º en asistencias (1,5) de un conjunto que, tras Satoransky, empieza a pensar en él como referente. Por si fuera poco, es el cuarto mejor en tiros libres de la Liga Endesa (90%, un 53/59) tras empezar con un 18/18. Y, lo más importante para él y para todos, el equipo responde, con un balance de 13-12, el mismo que el séptimo en la tabla. Y todo con su amigo Lillard observando desde el otro lado del charco. “No sé si podrá ver los partidos pero sé que mira por Internet mis estadísticas y los resultados del equipo para saber cómo lo hago. Nos escribimos uno o dos privados al mes para seguir en contacto”.

“Yo y Willy Hernangómez con un ventilador del Cajasol”. “¡Vamos, ventiladores!” Hace poco, Bamfoth protagonizaba en Twitter una divertida anécdota, por culpa del maldito traductor, que tradujo del inglés “fan” a “ventilador” en castellano. Es el precio a pagar por estar tan volcado con sus aficionados. Desde marzo, el jugador se inventó una iniciativa, #GiftofBamforth, que le permite acercarse más a sus seguidores. Los regalos llegan de mil formas. Unas veces crea concursos de fotos divertidas y otras, aún más original, pone por Twitter en qué lugar de Sevilla está y el primer follower que aparezca se lleva una camiseta. “Deseaba interactuar con los fans, acercarme a la gente y demostrarle mi apoyo. Les conozco, se hacen una foto, ven que soy un tipo normal. Solo quiero disfrutar yo de ellos como ellos conmigo cuando juego”.

Un truco. En esta particular versión del “Dónde esta Wally” que se inventó Bamforth, muchas papeletas tendrá el que vaya, o esté cerca, del Taiyo, un japonés que vuelve loco al jugador. “Nuestro lugar favorito en Sevilla. ¡Vaya ciudad! A mi mujer y a mí nos encanta. Tras el entrenamiento de la mañana salimos. A veces a pasear, con el niño al parque, al campo de fútbol o a cenar. ¿Cómo iba a tener quejas de esto? ¡Es un lugar muy bonito!” Y si no, habrá que buscarle en el Sánchez Pizjuán o en el Benito Villamarín.Su deseo de seguir no es un brindis al sol. Tanto él como su mujer están encantados con su aventura hispalense.

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Un milagro abierto

Cuando Kingzton derramaba la cerveza, Scott sintió que, efectivamente, se había cerrado un círculo. La herida del ayer y la ilusión del hoy, nacida con rasguños. El lamento pasado y el miedo presente se unían, en una especie de mística deportiva, para convertirse en algo común. El orgullo de las raíces, el orgullo de lo vivido, el orgullo de lo creado. Aquel 27 de julio, en el Memorial John Bamforth, hubo mucho más que un partido de softball en la arena de Albuquerque. Un homenaje, un cambio de rumbo. La primera y la tercera generación se dieron la mano para hacer feliz a la segunda. Dos vidas en una, como escribió el jugador: “Nunca se han conocido pero sé que vivirán el uno a través del otro”.

Y en él mismo, cada vez que se mire las manos. Además de un tatuaje de la fecha de su boda en el dedo anular, Bamforth lleva a su hijo Kingzton en la parte de atrás de la mano derecha y a sus padres –a través de sus firmas- en la parte interior de cada muñeca. Y habrá que hacer hueco para lo que viene. Y es que Kendra está embarazada. La familia sigue creciendo. “Estoy muy emocionado. Mi esposa vuelve a Estados Unidos en un par de semanas, porque nacerá aproximadamente a final de junio. Y es que mi hijo necesitaba un amigo nuevo para no jugar siempre con la madre y el padre, ¿verdad? Estoy expectante y, al mismo tiempo, rezo para que todo vaya bien y no sea todo tan duro como con el primer hijo”.



”A través de la habitación podría ver las lágrimas de mi madre. Por favor, mamá, no llores, sabes que odio verte llorar. Hice esfuerzos por no morir, sabes que odio morir. Me maldijeron desde el día en el que esta tierra me parió. Me maldijeron desde el día en el que mi madre me parió. Y cómo llegué aquí en primer lugar. Oh, es cierto, observa que la trampa es mi lugar de nacimiento”. Su trampa se llama Kingzton. Suena ”Trapped”, de Young Jeeze, su artista de rap favorito. Solo Drake le roba minutos en sus auriculares. “El mejor padre del mundo es lo que mi hijo dirᔠ–”Best father in the world is what my son will say”- retumba con fuerza en “Say I”. Su hijo, que aprendió a tirar a canasta antes que a usar un chupete, se hizo viral hace meses en Internet por un vídeo en el que las enchufaba todas, con solo 2 añitos. Muy despierto y espabilado, sus mejores momentos llegan cuando se juntan con los hijos de Lamar Morinia, aquel que le ayudó en la llamada desde Alemania, cuando todo era oscuro. Hoy ambas familias son una.

Amante de las enchiladas, los caramelos y los mismísimos Patriots, entre viajes a Alemania, para ver a su “hermano” o a su país natal, Scott pasa la vida entre videojuegos y series. Cuando no está jugando al NBA 2K, al Madden NFL, al Call of Duty o al Grand Theft Auto, probablemente es que esté viendo una peli (”Plan oculto”, su favorita) o, mejor aún, una serie. Dexter, 24 y Breaking Bad, sus favoritas. Como para que no le gustase BB. “Se rodó en Albuquerque y me encanta verla por descubrir lugares que sé exactamente donde están localizados”. Y, ya fuera de casa, cuando puede se escapa a la playa o a descubrir, a poco que tenga tiempo, algún rincón cercano de los muchos que está conociendo por estos lares. Tanto le conquistó España que desarrollará aquí uno de los campus de Real Hoops, su último gran proyecto. La organización, de la que es co-propietario y presidente y en la que trabaja su esposa Kendra, busca ayudar a la comunidad a través del baloncesto. “Hay campus en Estados Unidos y otro en España. Quiero darles a los niños una oportunidad de jugar al basket, decirles lo duro que es ser jugador y hacerles mejorar lo que se pueda. Yo no tuve esa oportunidad y tuve que aprender por mi cuenta. Además, en el futuro, me gustaría tener mi propio equipo de niños, llevarles a torneos y cosas así”.

Era su sueño y lo está cumpliendo. “Quiero ser conocido como alguien que cuidó de su familia y de su gente, como un buen tío que echó una mano a la gente con la que se cruzó en el camino. Ahora deseo ayudar incluso a gente que no haya conocido antes, como con el GiftofBamforth, y en los campus con los niños. Deseo lograr éxito por mi mujer y por mis niños”. ¿Y en el basket, Scott? “Mi sueño es ganar un torneo. ACB, Euroliga, Eurocup… ganar un torneo es mi mayor anhelo”. El solo hecho de haber llegado ya le llena. “Mi deseo era ser profesional, pero sabía que podía lesionarme o podían ocurrir muchas cosas. Le agradeceré siempre al Cajasol esta oportunidad, estoy tan feliz por haber llegado aqu텔



“Es un milagro, un milagro. El chico pasó por tantas adversidades y acabó siendo marido, padre y jugador”, comentaba orgulloso su técnico del instituto, Gerome Espinoza, el que más le vio llorar por una vida difícil. La vida, eso que según él consiste en juntar todas las emociones para poder crecer, se conjuró para derrotarle en la adolescencia, con aquella dichosa maldición que cantaba Young Jeeze. Casi gana la batalla, allá en las calles que se mezclaban con el desierto de Albuquerque. “Me detengo y miro de donde he venido. Honestamente, cuando perdí a mis padres, tras esos 3 o 4 años hundidos, no podía pensar realmente en que podría tener ahora una familia. Acababa de perder la mía. Encontré a mi mujer, tuve un hijo, ahora llega otro… estoy bendecido”. Si la vida es un milagro abierto, que escribía el poeta Jorge Debravos, el chico de Burque se encargó de escribir el penúltimo capítulo del poema. Fue el milagro de Scotty B.