Cuán difícil es seguir tu camino cuando todo el mundo te marca la dirección a seguir y qué caprichosos son los designios que otros imponen sin preguntar. La carrera de Víctor Claver es todo lo que un jugador podría desear, pero también esconde un halo de melancolía por todo aquello que muchos proyectaron en él. Durante años, alero valenciano ha convivido con el estigma de su propio talento y los anhelos de terceros, para acabar forjando una lustrosa trayectoria con identidad propia.
Desde niño, parece que Víctor siempre haya querido ir a contracorriente o, al menos, en contra de la corriente que otros querían que siguiera. Incluso el baloncesto no parecía que fuera el deporte al que estuviera predestinado. Su padre, Javier Claver, fue jugador internacional y entrenador de balonmano, pero ninguno de sus tres hijos: Javier, Víctor y Cristina siguieron sus pasos.
La pelota naranja fue la que marcó las ilusiones de los tres y su padre siempre estuvo ahí para acompañarlos en el camino. Él guio y protegió a Víctor asegurándose de que la senda que emprendieron juntos jamás se perdiera por más meandros que pudieran aparecer. Él fue, es y será una figura clave y sin él que no se entendería al jugador, pero, sobre todo, a la persona.
En las canchas del Colegio Maristas de Valencia, Víctor comenzó a diseñar una carrera diferente a la de otras estrellas. Todo muy calculado y sin las prisas que hoy parecen empujar a jóvenes imberbes a ser precoces adultos sobre el parqué.
Frente a las propuestas nacionales y europeas que tocaron a la puerta de casa, Valencia Basket apareció para tutelar con mimo un talento diferente a lo anterior. Pocos aleros en España tenían su atleticismo, coordinación y talento en el manejo del balón. Dentro de la esfera taronja, pero respetando los tiempos del jugador y los de su familia, fue cociéndose una carrera que se dio a conocer al gran público en la temporada 2006-07.
Tenía que ser el encargado de coger el testigo de Nacho Rodilla y Víctor Luengo como referente valenciano, y eso ya sonaba a demasiada responsabilidad cuando apenas tenía 18 años. Además, la espectacularidad de su juego (ganó el concurso de mates del Torneo Júnior de L’Hospitalet y el de la acb en 2008) disparó las tan alto expectativas como el vuelo con el que posterizó a Axel Hervelle en el Playoff de aquella temporada de debut. Su primer gran highlight.
La ilusión generada a su alrededor fue demasiada grande para ser contenida por la prensa y la afición en general. Le pusieron apodos, le diseñaron una carrera… en definitiva, le marcaron sin que él pronunciara palabra alguna. Víctor, por el contrario, se mantuvo ajeno al revuelo que su juego comenzó a generar e interiorizó el consejo paterno que le advirtió de que los halagos del presente pueden ser las críticas del mañana.
Desgraciadamente, y pese al triunfo en la Eurocup 2009/10, comenzó a ser mayoritario el run-run que parecía estar descontento con todo lo que hacía sobre la pista. Nadie quería entender que él tenía una visión colectiva del baloncesto y que prefería anteponer el triunfo colectivo sobre el éxito personal.
Valencia, la ciudad de la música y las flores, es también un jardín con espinas que pueden clavarse profundo cuando lo que se escucha no es melodía, sino ruido. Víctor tuvo que soportar muchas tardes de murmullos como local y pitidos como visitante sin que hubiera lógica que los sustentaran. A veces, simplemente se quiere más al de fuera que al que se ha visto crecer.
Sintiendo la presión que sólo existe en el propio hogar deportivo y motivado por el deseo de seguir los pasos de sus ídolos de infancia, Víctor dio el salto a la NBA para jugar tres temporadas con Portland Trail Blazers. En total, 82 partidos que seguramente supieron a poco a mucha gente, pero él probó el sueño americano y comprendió que estaba en las antípodas de su interpretación del baloncesto.
Tras su regreso a Europa, surgieron disputas por sus derechos en España que le forzaron a recalcular su ruta para acabar en Rusia, primero jugando en el Khimki y luego en el Lokomotiv Kuban. Quizá por viajar ligero de equipaje o simplemente porque allí fue visto como quien realmente era, Claver se convirtió en uno de los héroes que clasificó al Lokomotiv a la Final Four de la Euroliga.
Su paso por Rusia le valió para firmar con el Barça y vivir uno de los momentos más especiales de su carrera: exponerse a su público con la camiseta de villano. Aguantó estoicamente cada una de las visitas y superó vicisitudes en forma de lesión y demonios internos mientras el paso de las temporadas completó una metamorfosis mediática.
Porque sí, su palmarés de clubes y con la selección española es propio de una leyenda del baloncesto, pero le faltaba el reconocimiento del gran público. A la Selección llegó con el difícil reto de cubrir la ausencia de Carlos Jiménez y durante los primeros torneos muchos criticaron su escaso protagonismo atacante (curioso que pocos recuerden que esas mismas fueron las críticas que sufrió Jiménez antes de ser alzado al Olimpo del baloncesto nacional).
Y aunque a veces dejarse llevar suena demasiado bien, él no lo hizo porque hubiera sido perder su esencia y su identidad, y despojarse de sus valores como deportista. Siguió dando un pase extra cuando otros gritaban que tirase; continuó haciendo la segunda, la tercera, la cuarta ayuda… todas cuantas hicieran falta para que el equipo se llevara la victoria y la sonrisa al vestuario. Aun así, le pedían más… querían que fuera otro.
De nada sirvió el paso adelante que dio en el bronce de 2013 y el oro de 2015 (clave fue su defensa en cuartos a Giannis Antetokounmpo) o que su acción defensiva final en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro certificase el bronce. Tenía el apoyo de entrenadores y compañeros, pero todo parecía ser insuficiente para comentaristas y aficionados… hasta que llegó la Copa del Mundo de 2019.
Seguidor de la filosofía de Bruce Lee, hizo suya la frase: “El éxito no está en vencer a los demás, sino en superarse a uno mismo” y reivindicó su estilo de juego durante el torneo. Despojado de cualquier complejo y sin esconder su esencia sobre el parqué, se convirtió en el cuarto jugador del equipo en minutos en pista y eficiencia. Dio brillo al trabajo sucio y demostró que la sobriedad y contención gestual no estaba reñida con la excelencia defensiva. Fue su plata redentora, una maldita dulzura con la que abrazar y reconfortar el alma tras años duros donde guardó silencio ante la feroz crítica.
Entonces sí, con todos los objetivos personales cumplidos quiso emprender el camino de regreso a casa y sentir afecto de su gente más cercana. Cierto es que en este epílogo faltó un nuevo título con el que cerrar su amplio palmarés competitivo, pero que nadie dude que ese detalle no empaña su regreso a Valencia. Mucho más valioso que un trofeo ha sido sentir el sincero amor de su gente, ese por el que tanto luchó y que logró cuando el rojo de su pelo había dado paso a las primeras canas.
En su despedida sobrevuela cierta melancolía, la misma que acompañó a su persona durante algunos pasajes de la carrera, pero por encima de todo, su carta de despedida transmite paz, serenidad y la nobleza que siempre ha mostrado en la pista y en el trato personal; ese donde no hay estrella o jugador, sino persona y Víctor es un gran tipo.
Durante años puso por delante a los demás, algo que aprendió en casa gracias a su madre, Ana, y que llevó a la pista de juego, pero también fuera de ella. Un soldado en los cuarteles de invierno de la selección y un tipo entrañable que unía al equipo por encima de todas las cosas.
Víctor prefirió la calidad a la cantidad de los aplausos y rehuyó de la vacua ovación impersonal para apostar todas sus cartas al afecto cerrado de una inmensa mayoría. Quizá nunca fue la que más ruido hizo, pero al final sí la que más escuchó, pues dentro ella había un consejo de sabios formado por todos los que un día cruzaron destino con él.
Y así, con una carta que llegó sin preaviso, anunció el final de una trayectoria donde alcanzó todos y cada uno de los propósitos que se marcó en aquel patio de colegio donde comenzó a jugar. Fue campeón con el club que le vio crecer, se colgó medallas con la Selección y sintió el último y más sentido afecto de su gente sin renunciar a la humildad y discreción que siempre lo acompañaron.
Ni el día de su retirada se sintió cómodo siendo el foco de atención... por más que su estrella ha logrado brillar entre quienes lo rodean e iluminar a muchos que ven en él a un deportista y, sobre todo, a una persona ejemplar. Fue fiel a sí mismo hasta en el epitafio deportivo.
Atrás queda el pasado, aquel que habla de la ilusión de un niño al descubrir el baloncesto en el colegio, del adolescente que encandiló a una ciudad y el hombre que consagró su carrera al interés general; por delante, el futuro, con o sin traje nuevo del emperador, le pertenece junto a Andrea y Hugo. Disfrútalo, Víctor.