Barranquilla es una de las joyas de Colombia, una zona turística de preferencia gracias a su proximidad al caribe y por tener uno de los carnavales más famosos en el mundo. Su gente es amable y su carácter acogedor hace que el visitante pronto se sienta como en casa. Su fama es, además, internacional por la popularidad que le ha ofrecido la cantante Shakira, pero, poco o nada se sabe sobre su baloncesto.
En un país donde los niños sueñan con golpear la pelota, marcar goles o dar pedaladas, el baloncesto es un redil al que pocos acuden. Barranquilla es cuna de grandes deportistas como Edgar Rentería o Teófilo Gutiérrez, pero sus páginas de baloncesto están por escribir, Colombia está lejos de ser una potencia a nivel continental y son pocos los referentes que como Juan Palacios ponen al país dentro de la geografía baloncestística. Sin referentes y con pocos medios próximos, es difícil captar el talento aunque, en ocasiones, la suerte echa una mano. Es el caso de Jaime Echenique, pívot de Acunsa GBC, quien encontró por casualidad el deporte de la canasta.
Hijo de la clase obrera, su origen humilde condicionó su infancia. Su madre, Lidis, trabaja de chef en un restaurante conocido de Colombia y su padre, Jaime, es conductor en la empresa de transporte público de la ciudad. Dos trabajadores incansables que invirtieron muchas horas para traer dinero a casa y conseguir que no faltará ni un plato de comida ni un detalle de felicidad en su hogar. El precio que pagaron por ello fue su prolongada ausencia diaria. “Los dos son trabajadores de sol a sol y hasta la noche no los solía ver. Eso hizo que tuviera mucho tiempo libre y yo mismo me inculqué que tenía que salir de ciertas cosas malas que estaban pasando y me refugié en el deporte porque no quería dar malos pasos ni rodearme de malas personas”, nos confiesa. Jaime podía despertarse y sentir la falta de sus padres, y acostarse sin que ellos hubieran regresado de sus interminables jornadas de trabajo. Hubo días donde sabía que ellos estaban pero no los podía abrazar.
Durante sus horas libres, Jaime jugaba al béisbol como primera base. Junto a su primo jugaba en el Once de Septiembre y mataba el tiempo en los campos de béisbol mientras intentaba calmar el ímpetu de su juventud. “No crecí con esa sensación de que mis padres estuvieran pendientes de mí, sino que tuve que aprender a tomar mis propias decisiones y a sobrevivir por mí mismo. En cierta manera, aprendí de mis errores. En mi barrio había confrontaciones entre varias personas en las cuales no quería verme involucrado y por ello siempre busqué el deporte para salir de todo ello”, cuenta.
El béisbol parecía ser su destino hasta que, con 12 años, un cambio en su plan de estudios y un cartel colocado a la puerta del gimnasio lo cambiaron. Aquel anuncio que buscaba reclutar chicos para el equipo de baloncesto captó su atención y la de sus amigos, y la curiosidad obró que dieran el primer paso. “Yo y un grupo de amigos decidimos meternos y probar. Éramos un grupo muy unido porque desde el jardín de infancia hasta el bachiller fuimos juntos exceptuando un momento en el que cambié de colegio. Éramos un grupo muy unido y en esa unión nos dijimos: ‘bueno, vamos a ver qué pasa’ y no metimos en el equipo de baloncesto”, recuerda.
Jaime quiso entrar en el equipo aunque su talento estuviera muy lejos de otros chicos que le aventajaban por años de práctica. Tampoco es que se tomara en serio lo que era una afición y reconoce que era lo bastante malo para tener que pagar por jugar torneos donde podía jugar poco o nada. “Nunca tomé el deporte con seriedad hasta que tuve 15 o 16 años y crecí mucho, resalté en mi categoría y comencé a jugar con mayores. Al principio lo temé como algo pasajero, yo no iba todos los días a entrenar, me lo dejaba, regresaba un mes después… Al principio era algo efímero para mí. Después vi los resultados y apareció una persona que cambió mi vida”, nos descubre. Un estirón le cambió por fuera, pero Will Rolong, el padre de uno de sus compañeros, posibilitó la metamorfosis interior.
“Él vio esa chispa en mí, pensó que podía ser bueno y fue quién me dedicó tiempo a entrenar mañana tarde, noche…, el que me puso un plato de comida. El puso empeño en mi progreso y, como vio que éramos un grupo que estábamos muy unidos, decidió tomar las riendas del equipo y juntos ganamos cuatro campeonatos intercolegiales, zonales y fuimos al torneo nacional una vez. Él fue la persona que más influyó en mi carrera y el que puso en mí la idea de que podía ser un buen jugador”, cuenta. Al cambio también ayudó el cambio físico que experimentó. “En un parón de navidad crecí siete u ocho centímetros. Crecí mucho en muy poco tiempo y mis rodillas lo notaron porque mi cuerpo y mis rodillas no estaban acostumbradas al peso que estaban soportando y estaban débiles”.
Las personas pueden tener el talento y la confianza para progresar, pero es imprescindible tener a alguien que, de verdad, confíe en ello. Jaime la encontró y a cada semana que entrenaba, la distancia con sus compañeros se recortaba. En poco tiempo se convirtió en el referente del equipo y su nombre empezó a sonar entre los entendidos del país.
UNA MARIPOSA DESPLEGANDO LAS ALAS
Aunque no fue un proceso ausente de dolor, la mariposa había obrado la transformación y comenzaba a destacar. Barranquilla se le había quedado pequeña y decidió viajar a Medellín para entrenar en la Academia de la Montaña donde dio el salto definitivo para ser una de las firmes promesas de Colombia. La decisión, eso sí, le costó un disgusto en casa puesto que su padre no veía una salida profesional en el baloncesto, quería que terminara los estudios y ni siquiera le acompañó al aeropuerto para despedirlo. “Mi papá siempre quiso velar por mis intereses y quiso que terminará mi educación, a lo cual yo siempre batallé y le pedía que me dejase jugar al baloncesto. Cuando decido ir a Medellín para él fue muy impactante porque quería que hiciera mi carrera universitaria en Colombia pero yo quería más. Para él fue muy emocional que el varón de la casa se fuera y no cumpliera sus sueños. Mi mamá me dijo que él no pudo contenerse y no pudo imaginarse mi marcha porque él y yo estamos muy unidos. Es mi mejor amigo y en estos años hemos desarrollado una comunicación muy grande. Con el tiempo me explicó aquellos momentos y sé que fue muy duro para él que yo abandonara la casa. Él sabía que era mi sueño, que me tenía que dejar volar y no me podía retener”, nos revela.
En la era de la información, las noticias sobre su rendimiento corrieron por el mundillo del baloncesto y llegaron ofertas de Europa para que terminara su formación en el viejo continente y así encaminar su paso al profesionalismo. “Durante mi estancia en la Academia de Medellín varios agentes españoles vinieron a verme y surgió la posibilidad de venir al Barcelona. En ese momento también tenía ofertas de universidades en Estados Unidos y mi papá me dijo: "quiero que termines tus estudios y entonces puedes hacer lo que quieras, pero terminas tus estudios. Entonces decidí ir a Estados Unidos y prepararme”, cuenta. Esta vez cumpliría los deseos paternos mientras hacia realidad los suyos propios.
Aterrizó en Estados Unidos para unirse al Trinity Valley Community College en Athens, Texas. Una institución académica menor donde el objetivo fue aclimatarse al país (se graduó en artes liberales) y al baloncesto porque apenas sabía inglés y su físico no estaba preparado para una competición que le exigía correr mucho y una capacidad atlética de la que carecía. Sobre el parqué su talento le permitía resaltar y ofrecía a sus entrenadores la paciencia necesaria para seguir confiando en su juego; fuera de la pista la presencia de dos compañeros colombianos con los que coincidió previamente amortiguó el impacto de su aterrizaje. “Cuando llegué la primera impresión en Texas y ver sus autopistas es como si estuviera en el Grand Theft Auto, no me lo podía creer. Hablaba más o menos inglés… lo necesario. Por suerte, encontré dos grandes amigos que conocía y habíamos jugado en Colombia ellos fueron mis conectores y quienes facilitaron el camino entre ambas culturas. Sin ellos, yo me hubiera regresado a Colombia”, reconoce.
Sin tapujos, Jaime cuenta que lo que hoy es alegría antes fue duda. Para llegar a su brillante realidad antes tuvo que atravesar pasajes de oscuridad y hacerlo en silencio porque no quería preocupar a sus seres más queridos. “Yo cuando decido salir de casa me propuse que jamás llamaría a mis padres a pedir dinero o decirles que necesitaba algo, salí de casa para ser independiente y no dar dolores de cabeza a mi familia. Hubo ocasiones que no tenía dinero o comía temprano y a la noche me venía el hambre… cosas que a veces te frustran. No es lo mismo estar en casa y decirles que necesitas algo a estar lejos. Yo no quería hacerles sentir que pasaba hambre. Hubo algunos secretos que yo no les conté porque no quería preocuparles. A veces yo estaba llorando de la impotencia, me llamaban y me secaba las lágrimas mientras hablábamos, luego colgaba y otra vez me ponía a llorar”, confiesa.
Pudo desandar el camino, pero eso no iba con su carácter. Su fuerza de voluntad y su optimismo son herencia directa del lugar donde se crio. En la pista es fácil verle con una sonrisa, rara vez protesta a los árbitros y no le falta gratitud por el camino que Dios le ha puesto delante. Para Jaime, “Dios siempre ha puesto algo o a alguien que me recuerda lo bonito de la vida y ver el lado positivo de las cosas. Todo eso me motiva seguir adelante y como dicen en el Rey León: Hakuna Matata, disfruta la vida y sé feliz”.
Dos años con sólidas actuaciones (en su segundo año promedió 9,1 puntos y 6,1 rebotes) lo dejaron en una situación a la expectativa de lo que otras universidades de primera división pudieran hacer. Le llegaron algunas ofertas de universidades de la primera división pero, nuevamente la suerte, decidió que su destino fuera Wichita State.
Su técnico, Gregg Marshall, lo reclutó después de asistir a un campamento que Jerry Mullens realiza con los mejores jugadores universitarios. La casualidad quiso que ese año el evento se celebrase en Kansas y, mientras intentaban reclutar a Morris Udeze y Isaiah Poor Bear-Chandler, apareció la oportunidad de reclutar al pívot colombiano. “Teníamos la oportunidad de conseguirlo, pero su gente no estaba segura de que pudiera jugar para nosotros. Ni siquiera fue titular en su equipo de college. Sabía lo que había visto durante el fin de semana, me gustó y lo fiché. Incluso en primavera hablaron de '¿Estás seguro de que lo quieres?' y dije 'Sí'. Me alegro de que nos mantuviéramos firmes y de que él cumpliera su compromiso”, recordaba un Gregg Marshall que no duda en reconocer que “tuvimos suerte”.
Después de un buen primer año en el Junior College, Jaime recibió la invitación del campus de Jerry Mullens donde se reunían los 100 proyectos de sophomores del país, una oportunidad excepcional para dejarse ver y atraer el interés de las principales universidades del país. “Ya tenía ofertas de universidades pero sin nada en concreto, incluso tenía oferta de Wichita State a raíz de un torneo regional, es decir, ya la tenía muy en mente porque conocía la ciudad. En ese campus no estaba en muy buena condición física, pero me preparé durante dos semanas, mi entrenador me dijo que en este torneo los ojeadores solo buscaban que yo sumara cifras así que tenía que anotar, rebotear, correr la cancha… hacer cosas simples. Me lo metí en la cabeza, lo hice y me fue muy bien. En el camino de vuelta a mi Junior College había como ocho horas y el teléfono de mi entrenador no dejó sonar. Tenía ofertas de Cincinnati, New Mexico, Illinois, Western Kentucky, Baylor o Texas A&M… todas se sorprendieron de lo que había hecho. Fue algo muy gratificante”.
LAS PIEDRAS EN EL CAMINO
Parecía que su carrera había tomado un impulso definitivo, pero realmente no hay atajos para el éxito y nuevamente la vida le puso doblemente a prueba. Jaime tenía las habilidades, pero desde el cuerpo técnico había dudas sobre su dureza física y resistencia para competir en la NCAA. Para compensar la endeblez con la que llegó, Echenique realizó un programa para ganar musculatura y peso con el que hacer frente a los retos que le iban planteando. En un mes y medio en la universidad ganó 15 kilos a base de levantar muchas pesas… y comer mucho. “Cuando llego a Wichita pesaba 98 kilos, creo que era el poste más liviano en la NCAA I, además los entrenamientos no me estaban yendo muy bien. Entonces, mi entrenador de pesas me puso la tarea de ganar peso durante el verano. Fueron dos meses donde era: comer, entrenar, comer, entrenar… incluso me llamaban para controlar qué estaba comiendo. Mi primer año fue de mucha adaptación porque gané mucho peso y mi cuerpo no estaba acostumbrado a ese peso”, dice. En estos tiempos no mucha gente puede decir que le llamaban pidiendo que coma más, normalmente es al revés, pero su metabolismo siempre ha consumido muchas calorías y la ingesta de alimentos era necesaria para ganar peso físico y deportivo en Wichita State.
Sobre la pista la relación con su técnico se convirtió en fundamental y demostró que su decisión de apostar por los Shockers había sido la acertada. “Yo sabía lo que necesitaba en mi vida, sabía que necesitaba a un entrenador que me exigiera, que me pusiera a prueba y fuera una batalla día y noche. Que me exigiera como jugador, pero también como persona. Gregg Marshall fue una persona muy influyente en mi carrera universitaria porque me exigió mucho, me dio las herramientas pero era mi decisión si las tomaba o no. Creo que mis dos años allí fueron de mucho crecimiento personal, pero, incluso más importante, de crecimiento como persona”, nos cuenta.
Las palabras de despedida de su entrenador, Gregg Marshall, demuestran la reciprocidad del afecto y atestiguan ese crecimiento como jugador y la valía como persona. “Estos dos años han sido un placer. Es el tipo de persona que deseas tener tres o cuatro años en tu programa. Realmente se ha desarrollado como jugador, pero más importante, ha desarrollado su liderazgo. Es un tío divertido para tener cerca, es muy positivo. Hemos tenido algunas buenas charlas”, cuenta en la web de Wichita State.
En sus dos años, Jaime Echenique logró ser un jugador importante en la universidad y sus actuaciones le llevaron a ser un jugador cotizado a nivel nacional. John Lucas, entrenador en la universidad, le apodó Baby Duncan por la similitud de su juego con el de la leyenda de San Antonio Spurs. “Yo soy soy Jaime Echenique, pero si me comparan con un jugador de referencia como él, algo bueno estaré haciendo”, dice con una sonrisa. Bueno resultó ser su esfuerzo por ganar importancia en la zona y la musculatura ganada le ofreció el impulso necesario a un juego de pies superlativo que tiene un origen muy mundano. “Por naturaleza, por ser latino… tu aprendes a jugar antes con los pies que las manos. Con el fútbol, el baile y esas actividades tú eres muy coordinado y a mí me ayudaron a desarrollar un buen movimiento de piernas”, dice con una sonrisa. Pero en esta modernidad del baloncesto un pívot no puede destacar sin el tiro exterior y Jaime ha ido implementado un certero lanzamiento exterior.
Si bien durante los dos primeros años en Estados Unidos sólo anotó dos triples, en su último año firmó un 12 de 31 (38,7%). La clave del cambio está en la confianza que su técnico siempre mostró en su mecánica de lanzamiento. “Siempre he sido un buen lanzador y él lo sabía. Vio mi mecánica y me dijo que, si desarrollaba mi lanzamiento a larga distancia, tenía luz verde para lanzar. Incluso en mi primer año lancé más triples; en el segundo dominaba la pintura y pensaba ‘¿me voy a quedar aquí, para qué voy a salir?’. No le di tanta importancia a lanzar de tres y me enfoqué más en la pintura”, señala.
Después de cerrar su ciclo universitario licenciándose en psicología y destacar sobre el parqué siendo el máximo anotador (11,3), reboteador (7,1) y taponador (1,6) del equipo, Jaime lamenta no haber podido cumplir el objetivo de estar en el gran torneo de la NCAA y que la pandemia se llevase por delante su deseo de estar en el draft. Fue un momento duro y no solo por ver como debía aparcar su anhelo de jugar en la NBA, el jugador nos confiesa que incluso estuvo a punto de abandonar el baloncesto.
“La pandemia me afectó mucho por muchas cosas que pasaron durante esos meses. La pandemia me enseñó mucho. Creo que hubo puntos donde no sabía qué hacer. En mi familia pasaron cosas que fueron duras y estando solo en Estados Unidos casi me derrumbé, casi tiro la toalla y llegué casi al punto en el que pensé conseguir un trabajo normal. Con la Pandemia no lograba ver más allá y todo se veía muy nublado, nada claro. Por suerte, al final encontré la claridad, la luz al final del túnel”.
Esa luz es hoy la que se refleja en las aguas que bañan la Playa de la Concha en San Sebastián. Jaime Echenique desoyó las ofertas que llegaron de China y apostó por completar, esta vez sí, su viaje a España. “Gracias a Dios una cosa pasa por la otra y llegué a la acb a Gipuzkoa Basket, y estoy agradecido por la oportunidad que me está dando Marcelo. Quiero dar lo mejor de mí”, asegura. El pívot colombiano se muestra encantado con el club y agradece especialmente la confianza de Marcelo Nicola. “Todo está saliendo bien. Estoy rodeado de muy buenas personas que me apoyan y están para cualquier cosa que necesito. Marcelo siempre trata de corregirme todo lo que puede, yo nunca me tomo a mal las correcciones. Él es muy detallista, siempre he tenido la fortuna de estar con entrenadores detallistas y eso es un privilegio. Pienso que si no te corrigen es porque no te quieren, si te corrigen es porque ven material en ti”.
En San Sebastián practica la afición por la cocina que heredó de su madre, dice que no es buen cocinero pero cuenta que “unos buenos patacones con queso sé hacer”. En su tiempo libre la tecnología le ayuda a conectarse con sus amigos y todos los días habla con su familia. Y cuando desconecta de todo ha descubierto que vive en una ciudad y un lugar maravilloso. “Me gusta hacer largas caminatas por San Sebastián y sus alrededores, ir por la montaña para despejarme y, por así decirlo, desintoxicarme y relajarme”, nos cuenta a la par de dice estar fascinado por la arquitectura urbana de España.
Jaime Echenique sigue lejos de casa, confiesa que lleva un año y medio lejos de su hogar, pero no le es ajeno el eco que su éxito está generando. “Mis padres son los que están viviendo el tema de la fama y que la gente hable de mí. Ellos son los que me cuentan, pero a mí me da mucho respeto, yo soy una persona normal. A veces me da hasta rabia porque es como que ni mi propia familia se cree que soy su hijo. Yo siempre les digo en broma: ‘tranquila soy tu hijo…, soy tu sobrino’. Siempre he tenido la humildad de mi padre y creo que soy la misma persona de siempre”. Y, sin embargo, algo ha cambiado.
Hoy Jaime Echenique es una de las más firmes promesas del baloncesto latinoamericano, una incipiente referencia en Europa y por qué no soñar con ser el primer colombiano en jugar en la NBA. Sus pasos firmes demuestran que el camino, por más largo y costoso que llegó a ser, ha merecido la pena. Su padre hoy no llora de pena, sino de felicidad por ver al hombre en que se convirtió su hijo. “Lo más importante para él es que soy la primera generación de mi familia en graduarse en la universidad con dos títulos y eso es maravilloso para él, el resto ya le sobra, ya lo que viene es mucha ganancia”.
Contra el cliché del deportista colombiano y buscando colocar a Colombia en el mapa del aficionado, Jaime seguirá trabajando por hacer realidad su gran sueño. Lo hará desde la humildad que le inculcaron en casa y viviendo el presente. “No me apresuro a pensar en lo que pueda pasar en el futuro, que cada día pase lo que tenga que pasar. Si te preocupas por el futuro, este es incierto ¿para qué estresarse uno con esas cosas?”, nos dice. “Todo lo dejo en manos de Dios y el tiempo de Dios es perfecto”.