Las buenas historias suelen empezar en una plaza, un parque o incluso en un cruce de calles. Sus protagonistas habitan en lugares comunes, pues allí es donde se desprenden de anclajes, y pueden ser iguales entre sí. Quizá estos espacios no tengan el glamour de un rascacielos o una avenida iluminada por luces de neón, pero tampoco soportan la carga irracional de un mundo acelerado.
En todos ellos ocurren sucesos mundanos que sirven de piedra fundacional para grandes relatos. Historias de sueños y esperanzas, a veces de pérdida y frustración. En definitiva, fragmentos diversos que construyen vidas.
El jardín trasero de una casa en Emporium puede ser un minúsculo punto en el mapamundi y, a su vez, significar un mundo entero para aquellos que lo habitan... o así pensaban Nathan Michael “Nate” Sestina y sus hermanos.
Los hijos de Donald y Rachelle tenían en aquel espacio, limitado por la casa y una valla, el patio de recreo donde sus fantasías podían volar sin ataduras terrenales. Para Nate, ese también era el campamento base para las heroicidades propias del pequeño de cinco hermanos, más aún cuando Jennifer, Jason, Kristin y Andrew jugaban al baloncesto y mostraban un carácter competitivo en todas las facetas de la vida.
“Soy el menor de cinco hermanos, así que se trataba de mantenerme firme. Mi hermano que estaba por encima de mí, Andrew, siempre solía darme una paliza jugando al baloncesto. Cuando iba a hacer una canasta, me empujaba al suelo o me bloqueaba el tiro, y era difícil para mí anotar de joven. Me ganaba 11-0 todo el tiempo, y yo entraba en casa llorando. Entonces, mi madre me decía, ‘¿Por qué lloras?’ ‘Bueno, porque perdí’, le respondía, y ella decía: ‘ya sabes que perder es parte de la vida. Mejora o encuentra una manera de anotar’. Cuando anoté por primera vez me puse muy feliz, fue como sentir que a partir de entonces iba a anotar al menos una vez cada vez que jugáramos. Luego, a medida que crecía y jugábamos, se hizo super competitivo. El patio de casa era una especie de ring de lucha libre”, bromea Sestina.
Nate reconoce que lo suyo con el baloncesto es una auténtica pasión. “Me enamoré de la sensación que tienes cuando metes un tiro o taponas un tiro o cuando te haces mayor y haces un mate. Es realmente electrizante”. Incluso antes de aquellos duelos fraternales, el pequeño Nate era un devoto del deporte de la canasta.
Cuando tenía apenas tres años, su padre era entrenador en un instituto, y la cercanía a ese equipo se convirtió en la mejor puerta de entrada a lo que más tarde sería su vida futura.“El equipo del instituto nos acogió a mí y a mi hermano como si fuéramos hermanos pequeños, nos permitieron estar con el equipo. Me enamoré del ambiente del baloncesto, de la hermandad, de la camaradería… Desde que tenía probablemente tres años, siempre estaba regateando y jugando en la canasta que teníamos en la puerta de mi casa”, recuerda.
Vivencias de primera mano que complementó con el seguimiento a los partidos de sus ídolos. “Cuando yo era joven, Carmelo Anthony era uno de los más grandes en Syracuse y obviamente era una superestrella. Lo veíamos por televisión todo el tiempo. También a JJ Redick en Duke. Luego a medida que progresaba ya no sólo veía partidos universitarios sino también de la NBA y de Kobe Bryant quién era mi jugador favorito. Veía tantos partidos de Kobe Bryant como me era posible”.
Ser el pequeño de cinco hermanos le hizo aprender pronto a valérselas por sí mismo y a ser competitivo en cualquier aspecto de la vida, pero también le brindó la oportunidad de sentir el valor de la familia. “Es algo increíble. Hoy en día son mis mejores amigos. Puedo hablar con cada uno de ellos sobre cualquier cosa. Siempre me dan buenos consejos y, si tengo un mal día, puedo llamar a cualquiera de ellos. Crecer así es, básicamente, tener cuatro compañeros de equipo. No importa cómo estás, tienes gente que siempre va a estar ahí para ti y gente que siempre te va a decir lo correcto. No siempre es lo que quieres oír; a veces, en situaciones difíciles de la vida, puedes buscar algo suave, pero mis hermanos siempre dirán algo como: “¿Qué estás haciendo mal?” Eso te hace ver que puedes tener un mal día, pero también pensar: “Hey, está bien. No pasa nada”. Así que creo tener lo bueno y lo malo con ellos. Siempre pueden empujarte e impulsarte hacia adelante y eso también me ha ayudado ahora como adulto a resolver mis cosas. Por ejemplo, me voy a casar y, como mi hermana mayor está casada, puedo hacerle preguntas sobre la vida, estar casado o tener hijos. Así que es increíble. Mis padres hicieron un trabajo increíble, cada hijo da algo especial”, reconoce.
El vínculo familiar no sólo se siente con fuerza en su interior, sino que también se refleja en el exterior a modo de tatuaje. Siete flechas (una por cada miembro de su familia) sobre las que se destacan las siete letras del apellido Sestina en el bíceps derecho simbolizan la fuerza de una familia.
La unión que siempre sintió en casa se hizo aún más palpable para Nate cuando, a los nueve años, se enteró de que el mayor de sus hermanos se alistaría en el ejército. Poco después, otro de sus hermanos siguió el mismo camino. Desde entonces, Nate ha desarrollado una profunda admiración por el trabajo que realizan y un aprecio renovado por las pequeñas libertades que, a menudo, damos por sentadas. Escuchando las historias de sus hermanos, él comprendió que esos privilegios no están garantizados en todas partes del mundo. Además de su ejemplo como Marines, Nate asimiló valiosas lecciones prácticas para la vida cotidiana. “Aprendí la disciplina que hay que tener en la vida, especialmente como atleta profesional. Aprendí el cuidado del cuerpo en el día a día: a comer bien, dormir bien, hacer trabajo extra en la cancha y como todas esas pequeñas cosas te ayudan a crecer y te empujan hacia lo más grande”, afirma.
UN ÁRBOL EN MITAD DEL BOSQUE
A la pasión deportiva y la fuerte unidad familiar que marcaron la juventud de Nate Sestina, se suma otro aspecto clave en su desarrollo: sus raíces. Emporium, una pequeña población enclavada entre colinas, es un lugar donde nadie es un extraño y todos colaboran para que la comunidad prospere. Allí han vivido cuatro generaciones de la familia Sestina, y en ese entorno protector creció Nate. Un rincón idílico, lejos del bullicio de las grandes ciudades (Búfalo está a poco más de dos horas en coche), ideal para disfrutar de la naturaleza.
Nate y sus hermanos vivieron felices allí, especialmente en sus escapadas a la cabaña en el bosque que construyó su abuelo. “Era un escape. Yo soy de un pueblo pequeño, pero siempre fue agradable alejarse al bosque y estar tranquilo en la naturaleza. No había cobertura de teléfono ni Internet. Era muy agradable estar allí con la familia y, a medida que crecíamos, invitábamos a algunos amigos. Era perfecto estar allí arriba, era tranquilo y pacífico. Veías fluir las aguas de los pequeños ríos, oías el canto de los pájaros, el fuego crepitar”, rememora Nate. El jugador nos cuenta que esa casa fue vendida, pero que le gustaría tener otra en el futuro para revivir aquellos momentos especiales.
Por desgracia, esta bucólica postal tenía una contrapartida: lo difícil que era destacar deportivamente en un lugar tan aislado. Al igual que podríamos preguntarnos qué sonido hace un árbol al caer en mitad de un bosque si nadie lo escucha, surge la duda de cómo se puede saber si un jugador tiene talento si nadie lo ve. “Tengo que reconocer el mérito de mi padre, porque viajó conmigo a todos los torneos. No faltó a ningún partido en los cuatro años que jugué al baloncesto yendo de un lado a otro. Lo veía todo. Vivíamos en un pueblito, y había que conducir para ir a entrenar y luego conducir de vuelta, y lo mismo para ir y volver a los torneos”, asegura Nate.
Él sabe que, sin el imprescindible apoyo familiar y la ayuda logística para esos desplazamientos, su talento probablemente nunca habría salido de Emporium. Aun así, también valora profundamente sus raíces. Haber crecido en un pueblo de menos de 2.000 habitantes, con unas pocas tiendas y un par de gasolineras, le da una perspectiva especial. “Me hace apreciar dónde estoy hoy. Piensa que jugaba en un pequeño gimnasio en el que cabían 500 personas, y que ahora puedo jugar en la Fonteta, en el OAK en Atenas el año pasado, o en el Ulker Sports Arena con el Fenerbahçe. Jugar en ese pequeño gimnasio y luego en grandes estadios, es increíble”, comenta.
En aquellos silenciosos inicios, ser profesional resultaba una quimera y, por más que Nate despuntara como anotador y compartiera la facilidad reboteadora de su hermana Kristin, parecía improbable que un chico del instituto Cameron County atrajera la atención de una universidad importante. “En una ciudad pequeña, es difícil porque no hay luces brillantes. No hay focos sobre ti”, asegura. Fueron años de gran esfuerzo y sacrificio compitiendo en torneos donde intentar sacar la cabeza y que alguien viera en él a un potencial jugador profesional. Pensando en aquellos comienzos, Nate cree que “muchas personas no se dan cuenta de todo el trabajo que hay detrás. Todos los días en la pista del instituto lanzando, reboteando, haciendo pesas y corriendo, y luego yendo a clase para volver a la pista. Esas pequeñas cosas que nadie ve es lo que creo que te hace especial y te permite convertirte en profesional. La gente, normalmente no ve esas pequeñas cosas o sólo ve el producto en la cancha, pero es necesario apreciarlo”.
Por suerte, sus números (22 puntos y 14 rebotes de media en su último año) y liderar al equipo a dos títulos estatales le sirvieron para jugar con la Universidad de Bucknell. El trabajo en la sombra dio sus frutos y Nate se convirtió en el primer jugador de su instituto en más de 40 años que conseguía una beca para jugar en la primera división del deporte universitario norteamericano.
El chico de Emporium debía hacer las maletas y continuar su sueño en una universidad cuya cancha de baloncesto, el Sojka Pavilion, tiene capacidad para más de 4.000 espectadores, es decir, más del doble que la población de su pueblo. “Fue un lugar muy especial, uno de los mejores en los que he jugado. Simplemente la atmosfera y la comunidad de estar allí es muy especial. El primer partido fue una locura porque las luces brillaban especialmente; no eran las luces de los entrenamientos. Podías oler las palomitas... y al salir por primera vez y ver cómo estaba fue como: ‘¡Whoa! esto es realmente una locura’. Además, mis padres estaban allí, mi hermana estaba allí y pudieron verme jugar durante cuatro años seguidos. Fue muy especial. Todavía ahora, con 27 años, me emociona el día del partido. Me despierto y me digo: ‘tío, voy a jugar al baloncesto. ¿Recuerdas cuando no te ganabas la vida jugando al baloncesto?’ Me gusta cuando voy a jugar un partido y todavía me encanta esa sensación”, se sincera.
Pese a esa ilusión desbordante, Nate tuvo que hacer frente a un año de novato amargo donde una operación en el hombro puso fin a su temporada antes de tiempo. Sin embargo, si algo le enseñaron las carreras militares de sus hermanos fue el valor del esfuerzo y el sacrificio. Lecciones que le ayudaron a superar la lesión y, con el tiempo, a convertirse en el líder de un equipo que alcanzó el torneo final de la NCAA en las temporadas 2017 y 2018.
Nuevamente, sus números individuales y el impacto en el juego colectivo atrajeron la atención de los grandes escenarios deportivos, y en 2019 John Calipari lo reclutó para la Universidad de Kentucky aprovechando que el año lesionado le permitía jugar una temporada más. Si ya era impresionante que Calipari lo llamara, hacerlo en el Rupp Arena, con capacidad para 20.500 espectadores, fue un sueño hecho realidad. “El Rupp Arena, donde juega Kentucky, es increíble y todos los partidos tienen las entradas agotadas con más de 20.000 personas. No hay deportes profesionales en Kentucky, así que jugar en la Universidad de Kentucky o Louisville se convierte en una locura. Cada partido, aunque sea un lunes por la noche a las 21:00, hay más de 20.000 espectadores. Es increíble y tienen los mejores aficionados. Viajan a dónde haga falta. Estuve en Turquía y había aficionados de Kentucky. Es increíble”, declara.
En palabras del jugador, ese año fue una oportunidad inmejorable para perfeccionar su juego y dar el salto al profesionalismo gracias a la inestimable ayuda de uno de los más afamados entrenadores universitarios en las últimas décadas. “Él cambió mi vida. Realmente lo hizo. Me puso en una trayectoria diferente, una velocidad diferente para crecer en mi carrera profesional. Él simplemente te inculca una ética de trabajo y una energía para conseguirlo. Él te empuja al límite todos los días”, asegura añadiendo que “le debo todo por ayudarme a construir una fortaleza mental que yo pensaba que tenía, pero que él realmente la construyó. Si le preguntas a cualquiera que juegue en Kentucky, todos dicen que si puedes jugar para el entrenador Cal, puedes jugar para cualquiera. Y eso es verdad”.
En total fueron cinco temporadas de formación deportiva universitaria de las que conserva dos momentos únicos en su carrera. “Tengo dos que están en una especie de empate porque son en mi último año en cada universidad”, dice. “Cuando estás en tu último año de la universidad se celebra un acto en el último día, y cuando estaba en Bucknell y no sabía que me iba a Kentucky, tuve una celebración especial porque no había visto a mi hermano Andrew en dos años a causa del ejército y me sorprendió que lo pusieran en la pantalla del pabellón. Mientras me estaban anunciando, toda mi familia estaba allí: mi mamá, mi papá, dos hermanas, mi otro hermano, mis abuelos, mi tía…, todo el mundo está allí, y luego me anunciaron el último. Estaba en la mitad de la cancha y entonces mi hermano apareció del túnel y empecé a llorar. Hacía dos años que no lo veía y, además, acabamos ganando el partido. Yo estaba en la luna, estaba emocionado porque no lo había visto en dos años. Luego tuve el mismo sentimiento en Kentucky por ser capaz celebrar ese día en una universidad como esa y con mi familia estando allí. Es un lugar especial, conocí a mi prometida allí por lo que, para mí, Kentucky también es uno de los mejores lugares donde he estado”.
UN BALCÓN AL MUNDO
Durante esas temporadas, el anhelo de jugar en la NBA siempre estuvo presente, pero también tenía claro que había vida más allá de la liga norteamericana y, quizá porque se graduó en Geografía, comprendió que había todo un mundo por explorar más allá del valle que lo vio crecer. “En primer lugar, estaba agradecido por poder seguir jugando al baloncesto. Eso es lo más importante para mí. No importa en qué parte del mundo estés, poder ganarte la vida jugando al baloncesto es especial”, asegura. El jugador se siente muy afortunado por hacer lo que más le gusta, aunque no esconde la otra cara del profesionalismo y sabe la dureza emocional que significa jugar lejos de casa. “Estás lejos de todo el mundo y te tienes que cuidar de ti mismo. No importa si tienes un mal día o un mal partido o una mala racha de partidos; vuelves a tu apartamento y es duro. Pero sabes que siempre tienes buenos compañeros de equipo, o está mi familia, así que puedo apoyarme en cualquiera de ellos, especialmente en mi madre. Ahora que ella y mi padre se han jubilado, puedo llamarles en cualquier momento y siempre me contestan al teléfono”, reflexiona.
Le tocó cruzar el charco y viajar a la lejana Rusia, donde protagonizó uno de los aterrizajes más atípicos que se recuerdan en el deporte profesional. Firmó con el Nizhny Novgorod, pero el confinamiento provocado por la COVID-19 llevó al club a rescindir su contrato antes de que pudiera debutar con el equipo. “Llegué allí, estuve entrenando durante cinco días y contraje el COVID el sexto día. Luego estuve en un hotel como tres semanas al igual que todo el equipo, porque la liga cerró al instante ya que todo el mundo estaba enfermo. Yo había firmado un contrato por uno o dos meses, pero en el momento en que mi contrato estaba llegando a su fin, yo estaba limpio de COVID y había pasado la prueba. Fue como decir: ‘Dios, me tengo que ir’”, señala. Pese a lo breve y extraña que fue la experiencia, Nate guarda un grato recuerdo del trato con el entrenador Zoran Lukic y saca el lado bueno de aquella primera vivencia en el extranjero. “Estuve allí poco tiempo y no pude jugar mi primer partido que habría sido contra el CSKA de Moscú. Me hacía mucha ilusión jugar contra ellos, porque tenían un equipo increíble. Tenía muchas ganas de jugar contra ellos, pero el partido se canceló. Fue una pena, pero el baloncesto puede llevarte a todas partes y pude ver un país que nunca había visto”, comenta.
Tras un breve paso de 15 partidos por la Liga de Desarrollo con los Long Island Nets, Sestina volvió a hacer las maletas para jugar en el Hapoel Holon israelí, donde conquistó la Balkan League. Nuevamente, sus buenos números (16,8 puntos y 5 rebotes) y un título llamaron la atención en Turquía, y firmó con el Merkezefendi Belediyesi y el Türk Telekom Ankara antes de jugar la pasada temporada con el Fenerbahçe. Un viaje acelerado, con muchos cambios y que describe como “muy poco convencional. Ha habido un montón de altibajos. Desde el exterior se ve muy bien y bonito, pero cada temporada ha tenido sus idas y venidas. Incluso cuando llegué aquí, empecé muy mal y ahora vuelvo a sentirme yo mismo poco a poco. La cultura, el equipo, la comunidad que hay aquí y en cada uno de los equipos en los que he podido estar, me han ayudado a mantener la cabeza fría”, afirma.
Ahora, cinco años después de salir de Estados Unidos (y algunos más desde que dejó su querido Emporium), Nate Sestina se dispone a continuar su marcha haciendo escala en España, un país que, curiosamente, visitó en 2016 en un viaje solidario con una academia de baloncesto. “Fue un viaje de buena voluntad: llevamos ropa y comida a gente en España mientras jugábamos algunos partidos. Es una locura porque me encantó el viaje y siempre pensaba que sería genial jugar en España… ¡Y aquí estamos!”, recuerda.
En Valencia, su juego va creciendo dentro del parqué, mientras que fuera de las pistas dice sentirse más cómodo cada día. “Es preciosa, increíble. Fue terrible todo lo que ha pasado con la DANA, pero aparte de eso, el clima es increíble, la comida es increíble y la gente es muy acogedora. Puedo ir al supermercado y, aunque mi español no es el mejor, puedo pedir ayuda y todos están dispuestos a ayudarme y a conseguirme lo que necesito. Hasta ahora, todo bien. Han sido casi cuatro meses estupendos. Realmente está siendo genial”.
A sus 27 años, Nate Sestina no deja de trabajar para alcanzar nuevas cimas, consciente de que su legado va más allá de las estadísticas o los títulos. Desde los días en que competía con sus hermanos en el patio de su casa en Emporium, hasta las noches en las que enfrenta a los mejores equipos de Europa, Nate ha construido una carrera basada en el esfuerzo, la resiliencia y el apoyo de una familia que siempre ha sido su ancla. Pero su ambición no se limita al baloncesto: también quiere ser recordado como un hombre que inspiró a otros, que honró sus raíces y que llevó consigo los valores que aprendió en el valle que lo vio crecer. “Sinceramente, quiero ser un campeón de alguna manera. Quiero ganar. Para mí, en el baloncesto, es una de las cosas más importantes. Me encanta ganar. Me encanta cómo me hace sentir, el orgullo que me produce y la alegría que me da, pero lo que realmente quiero es, cuando tenga que mirar atrás, sentir que en cada sitio he dejado un lugar mejor de cuando llegué y espero que en los próximos dos años pueda hacer eso aquí”, señala.
Para Nate, “nunca se sabe cuál es el siguiente paso, pero espero que la gente pueda decir que fui un buen compañero de equipo y, lo más importante, que fui una buena persona, que tenía una actitud contagiosa y que mi positividad podía animar a otras personas. Cuando sea el momento de retirarme, espero haber ganado algunos campeonatos y ser capaz de mirar hacia atrás y saber que mi familia está bien, que mis futuros hijos están sanos y felices, que entienden que su padre trabajó muy duro para ponerlos en esa posición y también que disfrutó de lo que hizo, porque mucha gente trabaja duro y no les gusta lo que hace. A mí, mientras el baloncesto me haga tener una sonrisa en la cara, voy a seguir jugando”. En sus palabras se reconoce la gratitud por practicar el deporte que le conquistó de joven y que le ha abierto una gran puerta a conocer el mundo.
En cualquier caso, Nate sabe que su lugar en el mundo siempre será aquel donde creció y donde regresa cuando las temporadas acaban. Allí, Nate se reencontrará con Keith, su amigo y compañero de partidas al Call of Duty en la distancia, y le enseñará los sellos de los nuevos países que llenan su pasaporte, visitará la cafetería Aroma Café y tomará su favorito: el Black Rifle Coffee (una compañía fundada por exmilitares que destina fondos para ayudar a veteranos y que conoció cuando su hermano le regaló una de sus tazas). Es una pequeña debilidad que la distancia no ayuda a superar porque, si bien asegura que “me estoy aficionando un poco al café español y me encanta el café italiano”, confiesa que “estoy intentando que mi hermana me envíe granos de café”.
Y seguro que, durante los paseos que de por las calles de Emporium, algún vecino se detendrá a saludarlo y a preguntarle por cómo ha ido su año en Europa. Ese es un cariño que siempre ha sentido y que guarda como el mejor tesoro. “Sinceramente, es una lección de humildad porque recibes mucho amor y apoyo, y yo lo sigo sintiendo. Es una locura. Estoy en el quinto año como profesional y cada vez que vuelvo a casa, siempre me preguntan: ‘¿Qué tal el baloncesto?’”, reconoce. Al final, por muchas vueltas que se den y kilómetros que se recorran, no hay mejor sensación que la de estar en casa junto a los tuyos.