Con los primeros rayos de sol, Vicente barría y barría la inoportuna nieve que cubría la pista, tal vez preguntándose el porqué de esa extraña pasión recién nacida. A sus 13 primaveras, su estreno oficial en el colegio Carmelitas llegó precedido de una majestuosa tormenta nocturna, generosa en nieve y frío, como si hiciera falta darle algo más de épica a ese sinuoso camino, de nombre arbitraje, que estaba a punto de cambiar su vida. Corría el año 81. León, el origen de todo.
En realidad, Vicente Bultó había nacido en Oviedo un 21 de enero de 1968, pasando su infancia en tierras asturianas hasta que una mudanza familiar, a los doce años, cambiando un guion que muy probablemente le hubiera llevado por otro lado. “Septiembre de 1980, no olvidaré el momento. A mi padre, que trabajó en Correos durante más de cuarenta años, le trasladaron a León y, con él, nos fuimos todos. Allí entré en el colegio Luis Vives, el lugar donde el basket entró en mi vida. Hasta entonces casi ni sabía que existía”.
Casualidad o causalidad, el entrenador del equipo de baloncesto del colegio era Felipe Llamazares, un joven veinteañero que convirtió su amor por el arbitraje en profesión durante un cuarto de siglo. “En minibasket, Llamazares me ponía de alero. Me divertí en aquel tiempo jugando y tenía buena mano, aunque poco margen de progresión”, admite Bultó con sinceridad, recordando como el mítico colegiado acb fue su mayor fuente de inspiración para atreverse a colgarse el silbato. “En los partidillos del equipo a veces se lo pedía para ponerme yo. ‘Déjame que voy a arbitrar’, le decía. Me gustaba, me parecía otra forma de hacer deporte y me llamaba la atención por su trascendencia y por el conocimiento del juego que requería”.
Una tarde, Felipe Llamazares informó a sus pupilos acerca de un curso de iniciación al arbitraje, pidiendo levantar la mano a los interesados. Vicente no pudo contenerse. Se apuntó, lo aprobó y, tras un año entero limitándose a jugar, empezó a alternar al siguiente curso la elástica del Luis Vives con la indumentaria de colegiado, estrenándose en aquel nevado colegio Sagrado Corazón Carmelitas y decantándose por el arbitraje al tercer año.
Bultó era un valiente. “Hasta que no pasó el tiempo no tomé conciencia de que era una labor muy complicada, de la que todo el mundo opina”. Su cara aniñada, siempre gritando juventud, no se lo pondría sencillo ante jugadores y entrenadores que llegaban a doblarle la edad.
El ascenso resultó vertiginoso. “Pese a aparentar menos edad, tuve que adaptarme rápido a base de trabajo, fui ascendiendo peldaños y ocurrió todo muy rápido. Estuve un año en Segunda División hasta que en 1986, con 18 años, llegué a Primera B, lo que hoy sería LEB Oro. Era una categoría fuerte, con dos americanos por equipo y proyectos muy potentes”. Media docena de años curtiéndose en mil y una batallas y una llamada ilusionante. A sus 24 años, poco más de una década después de tomar por primera vez el silbato, la acb tocaba a su puerta.
Aquel debut tuvo su asterisco. De hecho, en cada entrevista habla con cariño de un Banco Natwest Zaragoza-Caja San Fernando de la 92-93, “olvidando” que sus primeros dos encuentros, un Dyc Breogán-CB Granada en el cierre de la fase regular y un OAR Ferrol-Barça de Playoff, llegaron un poco antes, al término de la 91-92. “Lo que ocurre es que al final de la temporada anterior hubo una huelga, por lo que buscaron árbitros de Primera B. De repente me vi con Audie Norris haciendo el ademán de lanzarme el balón tras una falta que le señalé, y yo quedándome sin reaccionar. Pero luego tuve la suerte de ir a una liga de verano, en Andorra, y allí conseguí el ascenso a la acb junto a otros siete compañeros. Pasé de estar viendo los Juegos Olímpicos de Barcelona a tener la primera reunión técnica en septiembre. Y comenzó esa etapa tan importante de mi vida. Ahí ya sí me sentí árbitro acb y por tanto le guardo más cariño a aquel partido de en Zaragoza, pues la plaza ya era mía. Mi primer partido con categoría acb”.
A partir de ahí, 851 partidos acb (unos 1500 en el balance global de su carrera) y 31 temporadas más en la élite, 18 de ellas con la vitola de internacional, que darían para escribir un libro. “Los dos primeros años, los más complicados. Supuso un periodo de adaptación, en los que con suerte pitaba 10 o 12 choques por temporada, la mitad de lo que suele sumar el que asciende en la actualidad. Y, sin embargo, todo volvió a suceder en muy poco tiempo: en el 96, con arbitraje de dos, me encargué junto a Betancor de la final de Copa de Murcia, aquella del triple de Creus. Al siguiente año fui a la Copa de León. Mi ciudad, mi gente, el pabellón lleno. Y poco después arbitré mi primera final de liga. Todo avanzó más rápido de lo que suele ser normal”.
Vicente disfrutó del proceso, y tanto que lo hizo. Como le reconoció a Carlos Santos, en ‘Nos gusta el basket’, arbitrar no siempre es antónimo de pasarlo bien con lo que ocurre en la pista. “Claro que se puede disfrutar, a veces nos da tiempo a hacerlo. Independientemente de la dificultad o tensión del partido, he podido ver una jugada espectacular, un mate o un alley oop, y en el diálogo interior darte cuenta de que ha sido bonito. El poderlo disfrutar es un privilegio… ¡estamos en primera fila!”
Y es que siempre se trató de un amor incondicional. Algo más que un trabajo, algo más que una forma de vida. “Es importante ser buena persona, honestos con uno mismo y con la gente con la que se trata dentro y fuera de la cancha, pues se es árbitro prácticamente las 24 horas del día. Te conforma el carácter y la personalidad, te enseña a solucionar conflictos. Sin árbitros… no hay deporte”.
Con el nuevo siglo llegó su estreno como colegiado FIBA. De la final del Mundial femenino a las inolvidables semis de los JJOO de Atenas 2004, cuando Estados Unidos hincó la rodilla ante Argentina con él de colegiado. De la finalísima del Torneo de las Américas a las anécdotas en los Europeos, pasando por los más importantes torneos de formación y un sinfín de batallas continentales en las que vivió de todo. Del miedo, bajo el escudo policial, tras un Estrella Roja-Efes Pilsen en el que desde la grada llovió de todo a aquel choque de semifinales de Copa en el que empezó, por despiste, con el silbato en el bolsillo en lugar de en su cuello (“¡Nadie se dio cuenta!”), corrigiendo el error con esmerado disimulo cuando nadie miraba. Cuántos momentos, cuántos sacrificios.
Maletas, viajes, vaivenes. Estrés, mucho estrés. “No es fácil estar 150 o 160 días al año sin ver a mi mujer o perderme los cumpleaños de mis hijos”, aseguró en 2018, cuando abandonó el arbitraje internacional, centrándose en la Liga Endesa. Allí, en su competición, en su liga, se despidió desde lo más alto, el pasado 9 de junio, a sus 55 años, de las canchas acb. “Pité en el Palau el 2º duelo de la semifinal entre Barça y Unicaja. En Playoff nunca sabes si es el último partido o si vas a entrar en otra designación, pero era consciente de que podía ser el definitivo. De hecho, estuve acompañado por mi familia, ya que mi mujer y mis dos hijos viajaron para estar conmigo, algo que agradecí muchísimo”.
Reconocimiento Especial 🎖️
— FBCyL (@FBCyL) July 9, 2023
Vicente Bultó - tras toda una carrera deportiva en la élite, se retira del arbitraje tras 40 años 💪 pic.twitter.com/K9UTQQ1hJC
Un par de semanas más tarde, con el Playoff ya finalizado, la Asociación Leonesa de Árbitros de Baloncesto (A.L.A.B.) organizaba en su honor una comida, donde fue imposible no emocionarse por el cariño recibido. Tantos mensajes, tantas llamadas, tantas palabras bonitas de dentro y fuera del mundo del arbitraje. Las lágrimas que contuvo en sus días más difíciles brotaron sin pedir permiso en medio del homenaje. “No recuerdo haber llorado tras un mal arbitraje, pero sí es cierto que hubo momentos muy duros. Estamos en el foco del error, pues es una actividad, como el propio deporte, asociada al error. Hay partidos que no salen como quieres y muchos momentos de soledad, en el coche, el tren o el avión, donde la cabeza le da vueltas a lo que ha pasado”.
“Creo que los árbitros estamos hechos de una piel especial, que nos permite, con trabajo y sacrificio constantes, seguir avanzando para recuperarnos de esos malos momentos. Cuando un jugador lanza por encima del 50% se habla de él como gran tirador y a un colegiado, cuyo nivel de acierto es del 80-85%, a veces del 90%, no se le reconoce de la misma manera, aunque sí se valora más que antes”, añade, defendiendo con argumentos un oficio que nunca deja de cambiar y de crecer. “La importancia del departamento de arbitraje, los medios técnicos, la tecnología para minimizar errores y mejorar las decisiones… la profesión ha tenido una evolución espectacular en estos 31 años. No tiene nada que ver mi primera temporada con la última. El nivel ha subido muchísimo y yo he tenido la suerte de sentirme muy valorado”.
Su trascendencia, ahora, se observa mejor con perspectiva, como cuando se vio a sí mismo en Netflix, al ponerse un documental de baloncesto. “De repente salgo, en ‘El equipo redentor’, pitándole a Estados Unidos el partido que perdió por casi 20 puntos frente a Puerto Rico, y luego aparezco también en su derrota contra Argentina. Y me dice mi hijo… ‘¡Es que tú le has arbitrado a LeBron James y Tim Duncan!’ Y te hace valorarlo. También a Ginóbili, que me llamaba por mi nombre, y hasta hice buenas migas con Pau Gasol, que siempre saludaba y venía a charlar en el día de descanso de un campeonato internacional. Al final haces amistad con jugadores o entrenadores fuera de la cancha, en torneos en los que compartes ideas y experiencias, que facilitaban luego la relación en la pista”. Y esa es solo una pequeña parte de su legado.
El principal, de nombre Diego y Eva, también encontró su simbiosis con el balón de baloncesto. “No les dio por el arbitraje, pero sí por jugar. Mi hijo tiene 20 años y ha llegado a EBA. Mi hija, de 18, está en la Liga Femenina 2 y ha sido convocada para selecciones autonómicas y nacionales en categorías inferiores. Diego y Eva han ido a verme arbitrar a veces y me juzgan como deportista, con orgullo por mi trayectoria. Puedo ser reiterativo, pero gran culpa de este camino la tuvo mi familia. Todos echamos alguna lágrima estos días”, afirma con gratitud, aquel que no olvida quién fue el responsable de la decisión más importante de su vida. “Sigo siendo muy amigo de Llamazares, que es para mí como un hermano mayor al que conozco desde hace más de 40 años, presente en mis malos y buenos momentos. Me aconsejó siempre y me dijo, cuando le superé en número de partidos, que el alumno había superado al maestro, aunque siempre me pica diciéndome que mi hijo tira mejor que yo”.
De vida familiar, aficionado al tenis y al pádel y sin redes sociales (“No me gustan demasiado, soy más tímido”), el asturiano de nacimiento y leonés de alma tiene muy claro su siguiente reto: “Quiero ayudar a la gente joven porque, en su momento, a mí también me ayudaron. Me gustaría seguir trasmitiendo esa experiencia y aportar ese granito de arena, ligado al deporte mientras veo crecer a mi familia. En la Federación de Castilla y León creamos una escuela de árbitros y he estado como profesor en ella. Deseo seguir vinculado, de alguna forma, al mundo del arbitraje formativo pues pienso que, cuánto más alto llegas, más obligación tienes”.
“La Liga Endesa es la mejor de Europa y participar en ella fue una enorme satisfacción y orgullo”, concluye, haciendo balance como quinto colegiado con más encuentros en la historia de la competición liguera (851), tan solo por detrás de los legendarios 1080 de Martín Bertrán, los 952 de Hierrezuelo, los 870 de Amorós y los 853 de Mitjana. Y es que, por más que Eduardo Galeano definiese el oficio como aquel que sopla los vientos de la fatalidad del destino, este camino, esta maravillosa locura, para Vicente siempre se trató de mucho más que un mero silbato que hacer sonar:
- Fue como un sueño cumplido. Nunca pensé en poder estar tantos años y acumular tantos partidos... ha sido mi vida.