“La nostalgia es un error. La palabra nostalgia, acogida del griego, significa deseo doloroso de regresar. Y, para mí, los recuerdos no tienen que ser dolorosos, sino agradables”. Corría el 14 de mayo cuando Jordi Robirosa, casi sin quererlo, se atrevió a mirar hacia atrás en el día de su jubilación. Sin lamento, sin pena, sin esa mirada repleta de añoranza que llama a la puerta con estruendo en cualquier viaje a través del tiempo.
Tal vez fue en el camino de regreso a casa, tras el doble homenaje de sus compañeros de TV3. Quizá ocurrió en el emocionado reencuentro con Carina, su inseparable brújula de vida desde hace ya 46 vueltas al sol. O, por qué no, en la intimidad del que cierra los ojos esperando un nuevo día, un nuevo mundo, tan diferente al de la mañana anterior. El caso es que, por momentos, Robirosa regresó a su infancia, a esa Barcelona de comienzos de los sesenta en la que se enamoró del deporte y del periodismo como el que idealiza un primer amor.
El niño que a la edad de seis leía el 'Dicen', empezando a hojearlo por atrás, buscando la sección deportiva. El que se gastaba los cinco duros que le daba su abuelo en comprarse la mítica revista 'Rebote0 de Justo Conde. El que se quedaba en compañía del aparato de radio, tomando notas, mientras sus amigos salían a jugar al fútbol. Jordi se lo pasaba mejor con la pelota naranja en las manos, aunque una lesión de rodilla en alevines cortó bruscamente ese idilio. No obstante, su anhelo apuntaba hacia otro lado. Ni astronauta ni bombero. Lo único que deseaba ser de mayor era periodista deportivo, y así lo gritaba a los cuatro vientos con ocho o nueve años, para sorpresa de sus mayores.
“Mi padre jugó al básquet en Mataró durante la posguerra y mi abuelo, uno de los tres mil socios del Barça que puso dinero en la Guerra Civil para que el club no desapareciera, ejercía de delegado del infantil blaugrana por amor al arte. Los domingos por la mañana me montaba en el autocar del equipo por Cataluña y crecí viendo mucho deporte, siempre llevando una libreta en la que todo anotaba. Si el Granollers de balonmano ganaba la liga, pues yo me lo apuntaba, por ponerte un ejemplo. Escribía para mí mismo y es una costumbre que aún no he perdido: mi casa está llena de libretas. ¡Pero llena!” Tan bien ordenadas como fáciles de localizar.
Libreta a libreta, Jordi Robirosa aterrizó en la facultad de las Ciencias de Información -después estudiaría Historia Antigua y Arqueología-, obligado a trabajar los fines de semana por cuatro perras con tal de pagarse los estudios. Liado siete días de siete, el periodista no pinta de color rosa sus inicios en la profesión, que aún huele al plomo de los talleres. “Mi recuerdo en 'La Hoja del Lunes' no es bueno, aunque aprendí mucho”. Tampoco varió demasiado en el escenario en su segundo trabajo, en ese 'Dicen' con el que, tiempo atrás, se arrancó a leer. “Era un buen periódico, pero destinado a morir. Fueron etapas muy duras”. Tiempos de cobrar talones sin fondo, de máquinas de escribir y papel carbón, de una amarga desilusión que le hacía plantearse si sus sueños fueron espejismo.
Todo cambió a partir de 1985. Cuando ya sumaba 27 primaveras, el periodista aprobó las oposiciones, comenzó a trabajar en la Televisió de Catalunya (TVC) y los deportes le empezaron a llover. Un aguacero, no solo de verano, que alcanzaría las 35 disciplinas deportivas diferentes narradas a lo largo de su carrera. ”Hice tantos solo porque me sabía el reglamento”, explica en una verdadera oda al poliamor. Amor al atletismo, al rugby, al hockey hierba. Un latido por el béisbol, otro por la natación.
A los pocos meses, las canastas se colaron en su día a día profesional para no abandonarlo ya jamás. De Jaume Rius a Lluís Canut. De Canut a Lavagnini. Los reportajes made in USA, la épica de las noches europeas, las batallas de selección, el idilio con el básquet femenino. Semanas de cinco partidos, aquella bendita locura de nombre Basquetmanía, y la Copa, su Copa, como momento álgido del año: “Si he de quedarme con alguna vivencia, te diría que las finales coperas. Son apasionantes. Y es que la Copa tiene esa magia… es un torneo que antes se disputaba casi sin altavoz hasta que la acb se inventó este formato a ocho, la joya de las competiciones europeas. Portela es un gran amigo al que tengo gran aprecio. Y le debemos mucho porque él, junto a otros personajes importantes de varias ciudades, comandó la nave que cambió el rumbo del baloncesto en España con la creación de la acb”. Su voz iría ligada a esas tres siglas de por vida.
A Jordi Robirosa el amor por la lengua catalana le venía de casa, también de tradición francófona. Con alma de traductor, se enamoró del catalán tras leer en su niñez 'El basar màgic', de Marçal Trilla, convirtiéndose durante su trayectoria en uno de los grandes defensores de la lengua en el panorama mediático, convencido de que el deporte es cultura y debe ser altavoz. Sus Unicaixa, Reial Madrid, Estudiants o Caixasol podían llamar la atención allende Cataluña, pero su estilo de narración, propio y genuino, era reconocido incluso por el más feroz detractor. Recuperaba palabras en desuso, inventaba expresiones con sello propio, huía de imitaciones e intentaba entretener hasta en el duelo más tedioso. La documentación como pasión y mandamiento, la agenda telefónica como mayor tesoro en el oficio.
Aquellos primeros viajes hoy parecen en blanco y negro. Otro mundo, otro periodismo. Las cartas a su esposa en cada desplazamiento – (“Me hubiera gustado estar aquí contigo, querida doctora, un día vendremos tú y yo a Trieste”, le escribió a Carina, cumpliendo su promesa 36 años después) que hoy conserva con orgullo, las cañas con los Villacampa, Jofresa o Audie Norris, las peripecias para enviar cualquier grabación a estudio. En el 91, la que le hizo a 'Magic' Johnson tras conocer su positivo del virus del sida, tardó 48 horas en emitirse. Una década más tarde, la del debut de Pau Gasol en la NBA, “solo” 14. Por cambiar, cambió incluso la posición de los comentaristas. “Antes se locutaba desde donde lo dan las radios, en una posición más elevada, pero Lluís Canut y yo dijimos que queríamos estar en pista. Ahí se vive más y hasta oyes los comentarios de jugadores y árbitros, observas si alguien se encara con el entrenador, te fijas en los gestos. Das una información que desde arriba no das y desde un locutorio menos, pues ahí ves exactamente lo mismo que la gente. Aquello fue una revolución”.
No todo le llena de orgullo, evidentemente. De convicciones y, por qué no, contradicciones, Jordi Robirosa confesó en una ocasión que él nunca mintió en una retransmisión, aunque sí que evitó decir más de una verdad. Otras se vistieron de remordimiento. “Claro que me cambiaría cosas y que me arrepiento de algunas de ellas. En una retransmisión Canut y yo nos mofamos de un jugador calvo, no me acuerdo ni del equipo. Una semana después recibí una carta procedente de fuera de Cataluña de un señor diciendo que él también era calvo y que se sintió muy ofendido. Le contesté pidiéndole disculpas. A partir de aquella queja, jamás de los jamases, y te hablo de algo de hace más de tres décadas, denigré a nadie por su forma de ser, de vestir o por su fisiología. Me arrepiento por ese comentario, pero resultó positivo porque alguien me puso en mi sitio. Y suerte que no existían redes sociales. No todo lo que he hecho ha estado bien, tengo capacidad de autocrítica y de escuchar. Si te digo la de encuentros que seguramente narré en un tono y tendrían que haber sido con otro...”
Anécdotas no faltaron, no. Robirosa cuenta en la actualidad como si hubiera ocurrido ayer su historia en un playground angelino, en el que su operador de cámara y él fueron rodeados por unos intimidantes jóvenes hasta que llegaron un par de abuelas repartiendo magdalenas. “La próxima vez que vuelva a tener una idea para ganar el Pulitzer, me pegas dos hostias”, le rogó a su cámara mientras recogían el trípode y la costosísima cámara que por momentos creyeron perdida.
No obstante, no era preciso cruzar el charco para vivir en primera persona lo que el tiempo convertiría en batallitas. Huesca queda más cerca que Hollywood, y a veces ocurren el doble de cosas. En una ocasión, en un Peñas-Joventut, un hombre con el que habían hecho buenas migas en la previa quiso agredirle con una radio gigante tras escucharle cantar los triples de Margall. En otra visita, el prepartido con Canut se puso peligroso. “Acudíamos en coche el mismo día del choque, con margen para pasarnos por el restaurante. Claro, allí se come demasiado bien y nos dio por probar el vino Somontano. Nos fuimos un poco de madre, con un ataque de risa de ambos al arrancar la retransmisión. No sé cómo salimos de ahí, no lo sé. Desde aquella vez, jamás he vuelto a probar una gota de alcohol antes de un partido por lo que pudiera pasar”.
Más reciente en el tiempo, cómo olvidar el legendario derbi de más de tres horas entre Manresa y Barça, su recuerdo liguero favorito. “Una prórroga, y otra, y yo avisando a la audiencia que se nos iba la hora. Uno de los árbitros llegó a acercarse a nuestra mesa a decirnos que iba a perder el avión. Fueron cuatro prórrogas y a punto estuvo de haber una quinta”.
De manías pronunciadas, siempre una copa de cerámica para el café en su maleta, siempre el micro en la mano izquierda, cuánto costó desprenderle de la corbata. “Una bonita me vuelve loco, y me aporta seguridad. Durante los primeros veinticinco o treinta años lucía americana y corbata, hasta que llegó la moda de los presentadores y locutores sin ella. Me resistí mucho, aguanté más que nadie y al final llegamos a un punto medio: en los duelos importantes me la pondría”. A Robirosa, que presume de buenos colegas en el oficio, nunca le hizo falta abrir la boca para comunicarse en atenciones a medios. “Muchas veces llegabas a acuerdos solamente con las cejas: entra tú, entro yo. En un corrillo solía preguntar el primero y todos lo respetaban, pues hacía dos o tres preguntas y paraba. Y si por ejemplo Saisó estaba en directo, se la dejaba a él, por supuesto. Y luego nos tomábamos una cerveza”.
El locutor catalán se atrevió a enfrentarse al papel en blanco en cuatro ocasiones. En 2009 publicó ‘A prop de las estrelles de la NBA’ y se lo pasó tan bien en las presentaciones del libro, en las que constantemente acababa hablando con los asistentes de la acb y de las experiencias por toda Europa, que acabó sacando en 2011 ‘Basquetmania’. Cuatro años antes de su última obra publicada (‘Dream Team, el equipo que cambió la historia’, a medias con Manuel Moreno), allá por 2019, Jordi escribió el libro cuyo título mejor resumen su carrera: ‘Apostoflant’. La crónica de una vida dedicada al periodismo y su término más célebre, de la mano. “Lo usé por primera vez en una Lliga Catalana de 2005, en un triple final de la Penya. En un momento dado dije, no sé por qué, ese término francés, sinónimo de fantástico y fabuloso, que había oído catalanizar desde pequeño. Y no te creas que lo utilicé en muchas retransmisiones, un par de veces por temporada como mucho, pero hoy no puedo dar cuatro pasos en Cataluña sin que me lo recuerden. Y no me cansa en absoluto”.
Y si ‘apostoflant’ era marca registrada, Nacho Solozábal significó su compañero de baile más recordado. “No conozco a ninguna pareja de comentaristas, ni en España ni en Estados Unidos, que haya durado treinta años. Creamos un vínculo y éramos capaces de no pisarnos ni con varios segundos de delay. Con su respiración ya sabía cuando quería intervenir, y entonces me callaba. Nacho nunca fue un entrenador que hace de analista hasta que lo llame un equipo, sino un analista que quería hacer de analista. Ese fue su gran secreto”.
“Creo que, junto a Lavagnini formamos el triunvirato perfecto para mí”, añade. “Víctor es un grande. Tiene sus cosas que él mismo reconoce, pero posee dos virtudes muy muy buenas: una agenda telefónica brutal y la preparación de los partidos. Llamaba con normalidad a Obradovic en una previa, lo escuchabas hablar con Ricky Rubio, o se iba a comer con Pesic. Cuida sus amistades, domina los vestuarios de una manera excepcional y fuera de la pista es imbatible”. Cuánto costó la despedida.
“Me jubilo porque mi tiempo ya ha pasado, ya ha llegado el final. A partir de ahora todo será recuerdo, pero pretendo que sea un recuerdo positivo y no nostalgia”, insiste, emocionándose al rememorar su última jornada de trabajo tras una especie de “Last Dance Tour”, a lo Kobe, que duró un curso entero.
“En la Lliga Catalana de 2024, la última que hice, la Federación Catalana me hizo un homenaje y eso apareció en el informativo de TV3. Se enteró todo el mundo, y me lo preguntaban por la calle, cuando aún me quedaban muchos meses para irme. El último tramo se hizo largo, con multitud de homenajes y entrevistas. Ese día de la jubilación en cocreto le confesé a mi mujer que estaba inquieto, sin saber lo que sucedería, pese a que suelo controlar bien las emociones. Conduje con el corazón encogido”. Jordi llevó doble ración de dulces, para los trabajadores del turno de mañana y tarde, y acabó recibiendo un reverencial pasillo por los mismos compañeros que le venían de mantearle.
Un par de semanas más tarde, el mismísimo Pau Gasol, que se declaraba admirador de Jordi Robirosa desde los tiempos de Basquetmanía, quiso que presentase el acto en el que el consitorio de Barcelona distinguió con la medalla de oro de la ciudad a la leyenda de Sant Boi. “Fue una manera de cerrar el círculo. Me da mucho orgullo y se me pone la piel de gallina, no soy inmune a ese tipo de cosas, como cuando en la calle alguien de 50 me dice que con 15 me seguía y que le infundí pasión por el básquet. Desconfía de los periodistas que dicen que no le gustan los reconocimientos porque mienten todos”.
“Si tengo un mal día y me paran en la calle, me aguanto, sonrío y digo que ha sido un placer. Eso lo aprendí de Pau. Aunque yo no soy Pau, claro, y me puedo esconder mejor que él”, incide, rebajando el suflé de los panegíricos leídos a raíz de su retiro. “Cuando pase el tiempo, nadie se acordará de mí. En mi discurso final, en la cena con los de Televisió de Catalunya, pedí a mis compañeros que lucharan por el baloncesto y que por favor me echasen de menos. Dejo recuerdos muy bonitos y un montón de amigos, de presidentes a encargados de pabellón”.
El barcelonés estaba tan enamorado de su trabajo que aplazó, hasta un punto probablemente temerario, una importante operación para tratar una molestísima hernia inguinal. Superado el mal trago, ya solo se trataba de rendirse sin condiciones a la filosofía de André Maurois, aquel novelista francés que abogaba por la lectura como salvación, perjurando que el arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza. La esperanza por los suyos, la esperanza por sus pasiones, la esperanza por la cultura.
Ya escribió Séneca El Joven que la jubilación, sin amor a las letras, es un entierro en vida, sentencia que suena antagónica en los oídos de un enamorado de la literatura que posee en su colección unas 400 versiones diferentes de El Quijote. “Escucha discos, lee libros, serás más feliz”, invita, coherente con su cargada agenda semanal del ocio. Un concierto de jazz, una nueva obra de teatro, un libro que tachar de la lista de pendientes.
De los desayunos en el Opera Café de Las Ramblas a los ratos de enganche y tensión viendo a sus Celtics o a su futbolero Fulham. De las prisas al sosiego, ¿acaso sin soltar la mano de su Carina, tan bien rodeado por su familia, y con Màrius, su primer nieto, hace falta algo más en su horizonte? La respuesta la tiene clara: “¿Y ahora qué? Ahora mi planning lo marco yo y no la agenda deportiva. Quiero ser feliz y mantener a mi gente. Hay que cuidar las relaciones: al matrimonio darle de comer y al amigo, ir a verlo si pasa una mala racha. Seguiré con mis conciertos, mi lectura, mi deporte y mi baloncesto. Si no me invitan a la Copa iré como espectador, contento al saber que al terminar el partido no tengo que salir corriendo a la zona mixta. Y, como gane un equipo catalán, me veo colándome en la pista sin que Pablo Malo de Molina me vea. Lo visualizo”.
Tanta ausencia de nostalgia, al futuro ya contagia. Una nueva realidad, una razón poderosa. No es un jubilado más, hablamos de Robirosa.