La Asamblea constituyente de la ACEB se celebró en el hotel Princesa de Madrid el 3 de marzo de 1982. Un día en el que las grandes noticias eran que los mecánicos de vuelo de Iberia estaban en huelga, que el Instituto Nacional de industria había perdido cien mil millones de pesetas en 1981 y que Ronald Reagan propondría al Congreso de su país triplicar la ayuda militar a España. En el ámbito deportivo, dentro del fútbol, victorias del Barça en la Recopa y del Real Madrid en la Copa, con empate del Valencia, mientras en los cuartos de final de la Copa de Europa no había ningún representante español.
Al exponer la filosofía de los estatutos que había redactado, Bertomeu dijo en la Asamblea que la Asociación debía tener autonomía respecto a la Federación Española, “a medio camino –así consta en el acta- entre la independencia, que no es posible, y la sujeción actual”. Una autonomía construida a partir de tres supuestos: elaborar las propias normas, crear un círculo cerrado de decisiones en el que los acuerdos se discuten primero en la Asociación y después en la jurisdicción ordinaria, y hacerlo mediante la participación de todos los clubs. E introducía ya un matiz relevante: la necesidad de elevar la discusión por encima de los resultados deportivos del momento. Lo que decíamos al principio: un objetivo común por encima de los intereses individuales.
No fue precisamente sencillo. Más bien todo lo contrario. En aquel momento solamente siete clubs aportaron completa la documentación que se les había exigido: Manresa, OAR Ferrol, Valladolid, Canarias, Areslux Granollers, La Salle Barcelona y Joventut. El CAI Zaragoza no se presentó a la reunión por la disconformidad de José Luis Rubio con que las decisiones adoptadas no fueran vinculantes. Tampoco acudió el Náutico Tenerife. No estaba completa la documentación del Cotonificio y Caja de Ronda. Y no la presentaron el Barcelona, el Estudiantes ni el Real Madrid. El representante de este último, Jesús Samper, aseguró que su club tenía voluntad de asociarse, pero que la decisión la tenía que aprobar su junta directiva una vez conociera los estatutos definitivos de la Asociación, lo que provocó una discusión con Fernández y Novoa.
Por su parte, el representante del Barcelona, Josep Mussons, sacó a colación que cuando en una reunión anterior le preguntó a Saporta si un club que no estuviera en la Asociación podría jugar la Liga éste le respondió que sí, ante lo cual aquel decidió marcharse, ya que los acuerdos que tomaran los clubs no servían de nada si no tenían plena autonomía respecto a la Federación Española. Además, Mussons recordó que el Barça era un club de fútbol y el borrador de estatutos que le había enviado la Asociación le obligaba a cambiar sus propios estatutos.
Era un punto crucial para que la ACEB pudiera arrancar por fin. Fernández afirmó que su OAR quería una asociación, estuvieran o no en ella los clubs grandes, y Cabrera mostró su preocupación por la subordinación que las secciones de baloncesto de esos clubs debían al fútbol. Dijo que no habría problemas mientras esos clubs siguieran ganando títulos, pero en caso contrario podrían incluso decidir la desaparición de su sección de baloncesto, algo que ya había ocurrido en el Barça en el pasado. No iba tan desencaminado, como se explicará en otro capítulo de este libro.
En una intervención posterior, Samper (quien, por cierto, redactó años después los estatutos de la Liga de Fútbol Profesional) indicó que no era cierto que se hubiera constituido la Asociación hasta que fuera aprobada y registrada ante el Ministerio del Interior, pero Bertomeu replicó que entre las muchas modificaciones introducidas por la Constitución de 1978 figuraba una el reconocimiento al derecho de asociación. No se detuvieron aquí las discusiones legales. Dijo Samper que no se podía obligar a nadie a entrar en una asociación. Bertomeu lo reconoció, pero añadió que ese club podría ver limitado su ámbito de actividad. Y Mussons adujo que el Barcelona no iba a estar en una asociación en la que se pudiera entrar y salir libremente.